sábado, 25 de septiembre de 2010

Reserva del 53 (1ª Parte)

             El quinto desafío hace un retrato de tres generaciones de una misma familia. Esta es la primera de tres historias que se desarrollan en el mismo Estado: California.




   
Siempre que los pensamientos vuelven al pasado, rescatan  de nuestra memoria momentos que marcaron a fuego nuestra vida. No importa la naturaleza de aquellos acontecimientos. Unos fueron memorables y otros abrieron heridas incurables. De lo que no cabe ninguna duda es que todos ellos nos hicieron sentir que estábamos vivos.


California, 1977.

La puerta se abrió, dejando escapar ese olor inconfundible, mezcla de cuero y tabaco, que impregnaba el despacho. Un muchacho joven, de unos veinte años, salió de la habitación con paso decidido hacia el vestíbulo y abandonó la casa por la puerta principal.

Dentro de aquella estancia, un hombre de mediana edad permanecía recostado sobre un cómodo sillón, mirando por la ventana. Peter Saint-James tenía una expresión sonriente,  fiel reflejo de la enorme satisfacción que estaba sintiendo en aquel instante. Se levantó para poder ver mejor a través del cristal, y observó cómo el chico se ponía al volante de su Ford Mustang y se alejaba, dejando un rastro de polución humeante tras él.

Desde aquella posición, podía contemplar cómo la campiña se extendía frente a él. La fértil tierra se hallaba cubierta por miles de vides que, en todo su esplendor, esperaban el momento de la vendimia. Aquel paisaje era el fruto de una vida de trabajo. El esfuerzo de una generación que había dejado, en cada cosecha, un pedazo de su historia.

Regresó hasta el escritorio para buscar su pipa, y la encendió siguiendo un cuidadoso ritual. Entre el humo blanco podía ver el viejo retrato de su padre colgado en la pared. Recordaba aquel porte elegante y distinguido que siempre le acompañaba. Le parecía estar viéndolo, peinado hacia atrás y con aquel delgado bigote, siempre fumando habanos. Cuando era niño le disgustaba profundamente el olor de sus puros. Nunca se lo dijo. Sonrió para sí. Seguramente, si lo viera ahora fumando en pipa, diría que aquello no era propio de caballeros.

 Mientras el tabaco se quemaba, sus pensamientos se alejaban más allá de aquella estancia, a miles de kilómetros. Pensó en qué distinto habría sido todo si su padre no hubiera decidido regresar desde Chile. Los motivos que llevaron a su familia a Sudamérica no fueron otros que buscar nuevos proyectos para invertir la pequeña fortuna familiar, sumada a los ingresos de su padre como ingeniero. Después de participar en la construcción del Golden Gate, quiso cambiar de aires y el país elegido fue Chile. Durante aquellos años de su adolescencia no supo muy bien a qué se dedicaba su padre; él simplemente se limitaba a crecer en un país cuyos olores y sabores ya había hecho suyos. Pero, al contrario de lo que él pensaba, aquella etapa estaba tocando a su fin.

viernes, 17 de septiembre de 2010

El despiste y yo

 
Desde mi tierna infancia, siempre he sido una persona muy despistada. Eso me ha colocado, con bastante frecuencia, en situaciones cuanto menos incómodas. Cuando era pequeña, esas incongruencias que acompañaban mi vida, fruto del despiste, apenas tenían efecto alguno sobre mí. 
      Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza,  fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal. 
      —Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
      No lo comprendí hasta descubrir que el título completo de la redacción era: “1492, el encuentro entre dos mundos”. Eso fue solo el principio de infinitas situaciones ridículas.
     En otra ocasión, comprando en el supermercado, me confundí con la cesta de la compra de otra señora; supongo que eso es habitual que ocurra, lo malo es que yo lo pasé todo por caja y lo pagué. No me di cuenta hasta fijarme en que llevaba latas de comida para perros. Básicamente, porque nunca he tenido animales en casa. La cajera y los de la cola debieron pensar que era una chalada, cuando intenté rectificar.
     Creo que fue peor lo que pasó en la reunión de antiguas alumnas del colegio. Me acerqué a un grupo para saludar a una compañera con una preciosa barriga redondeada, que no dudé en palpar para darle la enhorabuena, preguntándole de cuántos meses estaba. A lo que ella respondió:
    —No estoy embarazada. Ya tengo una niña, y me basta y me sobra —dijo, haciendo ademán de sacar una foto de la criatura.
      Yo, para arreglarlo un poco, le quitaba hierro al asunto diciendo que era normal que, después de parir, costara un poco recuperarse, pero que luego todo volvía a su sitio. Tuve que callarme cuando me enseñó la foto de una niña de unos tres años.
      Pero lo peor de lo peor sucedió ayer, cuando asistí a un rastrillo benéfico, en el Palacio de Congresos. Allí estaba la flor y nata de la ciudad y era la primera vez, en meses, que acudía sin el chiquitín a alguna parte. Mi marido se había quedado con el niño y me había dado la tarde libre. Iba como las tontas. Pero ¡ay!, el despiste y la falta de costumbre hicieron que, sin saber cómo, saliera de aquel lugar empujando un carrito de bebé. Obviamente el carrito no era el mío. Ni el bebé que iba dentro, tampoco. Tremendo error que tuve que explicar en comisaría al policía que me detuvo en la puerta.

      Creo que mañana salgo en la tele.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Pereza ( En 69 palabras)


Pensé que esta vez iba a ser la definitiva. Al fin y al cabo, el yoga es más relajado que el aerobic. Por suerte han puesto el gimnasio a pocos metros de casa, y que el yogui sea tan atractivo hace que una esté más motivada para el ejercicio. Lo malo es que hoy llueve a mares. Se está tan calentito en casa… Mejor empiezo mañana… Estaré más mentalizada…

lunes, 13 de septiembre de 2010

Soledad buscada



A pesar de su actitud, decidí seguir la relación con él. Entonces no comprendía su afán por huir del mundo. Esquivaba cualquier posibilidad que lo acercara al bullicio de la gente, al tumulto de las palabras sin sentido, como él lo llamaba. Me resultaba tan complicado estar en su espacio y en el mío a la vez… Yo, que siempre buscaba el sonido de las voces para sentirme acompañada, que odiaba la soledad. La soledad que él amaba. 
      Dudaba que mi alma estuviera hecha para su silencio. Mi vida, antes de él, era un vaivén de encuentros y reuniones, buscando siempre estar rodeada. Salir. Entrar. Como un ave nocturna, devoraba las noches. Después, los días se precipitaban. Nada podía perturbar esa vorágine social que me hacía vivir y no desear nada más.

      Pero aquel día lo deseé a él más que a nada. Me quedé a su lado expectante, anhelando comprender su historia de soledad buscada. Descubrí una vida distinta, en miradas calladas, en paisajes que nunca había visto. Me mostró sus lienzos y, en ellos, su alma. Entendí que no caminaba en silencio, solo en voz baja. Ese es el mundo de aromas y sabores que puso a mi alcance. En él espero cada día amanecer a su lado.

                   
De la frase del Cuentacuentos:  “A pesar de su actitud, decidí seguir la relación con él”.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Vértigo...( en 69 palabras)

      
       
Tras mil chocolates para combatir la piel erizada cada vez que nos rozábamos, ya no fui capaz de tomar otra taza con él. Miré dónde colocar el libro en un rincón de la estantería. Entró en el aula, ya vacía, para susurrarme al oído: —Definitivamente, se acabó el chocolate…

Presionó su cuerpo sobre el mío, y me hizo girar con sus manos. Su boca devoró la mía; después… vértigo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Terapia de grupo

       








Mi nombre es Elena.

       Nunca había hablado de mi imperiosa necesidad de meter los productos de la compra, clasificados por áreas. Es decir, las cosas de droguería en una bolsa, las pastas en otra… Necesito, además, hacerlo yo. Si cualquier otra persona lo hace por mí, metiendo una lata de atún en la bolsa de los embutidos (PRODUCTOS DE CHARCUTERÍA) o en la de los yogures (GRUPO DE LÁCTEOS), ya me la han hecho buena. Manías como otra cualquiera.

         Pero un día confesé esta “pequeña costumbre” a un amigo de toda la vida; médico, para más inri. Se reía cuando le contaba mi ocurrencia en el supermercado. Pero, al preguntarme por mi reacción cuando esto ocurría, le hablé de la desazón producida por tal extravío entre las bolsas. Le expliqué ese terrible malestar interno hasta localizar, para luego colocar, el producto en cuestión en el sitio correspondiente.


          Me miró con cara de susto sentenciando: Eso es una paranoia de libro. Desde entonces me siento rara. Básicamente por haber omitido en mi relato la extraña costumbre de sacarlo todo sobre la mesa de la cocina colocándolo luego en las estanterías por tamaños. Después de ese diagnóstico, cualquiera le sigue contando.

viernes, 3 de septiembre de 2010

No me dejes nunca



Aquí está el cuarto desafío. El sistema educativo en California. A ver qué ha salido esta vez...

     

La puerta del ascensor se abrió,  y John salió al vestíbulo de la tercera planta. Nunca le había gustado cómo olían los hospitales, tal vez porque todas las razones que le habían llevado hasta allí habían dejado recuerdos desagradables en su memoria. Aquella ocasión no era una excepción. Se encaminó hacia la habitación trescientos diez a paso lento, con el corazón pesado como una losa y mil preguntas en la cabeza. A la mitad del pasillo se cruzó con una chica que lo miró con curiosidad. Pensó que ya la había visto en algún otro momento,  porque su rostro le resultaba familiar.
Bajó la mirada perdido en sus propios pensamientos y empujó la puerta que estaba entreabierta. La habitación estaba en penumbra,  pero, casi al instante, pudo ver a Susan postrada sobre la cama. Permanecía con los ojos cerrados y aspecto sereno. Finalmente pudo distinguir las vendas alrededor de sus muñecas. Esta vez casi lo había conseguido. John sintió una punzada de remordimiento en el estómago.
La primera vez que intentó quitarse la vida solo era una amiga de su niñez, y había muchas cosas de ella que desconocía. Pero aquello no debía haber sucedido. Susan era ahora su chica, y tenía haber sabido que algo no iba bien. O,  al menos, que las cosas no irían bien después de soltarle aquella noticia justo el día en que ambos se graduaban. Cómo iba a pensar que… 
Edward Miller dejó las gafas sobre la mesa de su despacho, se frotó los ojos y se recostó sobre su sillón. Tenía la sensación de que sus movimientos se habían vuelto repentinamente lentos y pesados. Estaba completamente agotado. Desde que había decidido tomar las riendas de aquel instituto en Compton, al norte de Los Ángeles, veinte años atrás, no había dejado de enfrentar situaciones que se escapaban de la normalidad. Había llegado incluso a pensar que la realidad  se volvía surrealista cuando se traspasaban las puertas de aquel centro. Aún así, había logrado que el nivel académico fuera el deseado, y que el Hamilton High School tuviera el mejor equipo de baloncesto del Estado. Pero días cómo este le hacían plantearse si todos aquellos años habían merecido la pena.