miércoles, 20 de octubre de 2010

Un lugar en mi memoria

   






Mil horas e infinitos recuerdos de aquel lugar quedaron grabados para siempre en mi memoria. Un pequeño espacio de mi pasado que convirtió, cada época estival, en una aventura. Tal vez aquel tiempo vivido tiene que ver con la persona que hoy soy. Sea como fuere, los olores, colores y sonidos que llenaron esos días son parte de mi presente, y han dejado su eco resonando en mi corazón.

      A mí vuelven las primeras imágenes de aquella casa en el campo, en lo alto de una loma, a medio camino entre un olivar y la vega del Guadalquivir. Un río que suavizaba las altas temperatura de una tierra que amenazaba con derretir a las piedras. Un refugio de muros gruesos y aspecto abandonado, que se convirtió poco después en un hogar familiar donde mis hermanos y yo  jugábamos y nos peleábamos a partes iguales.

      Días de juegos interminables en la era y en el pajar, de atardeceres naranjas en la alameda, de noches iluminadas por las hogueras de rastrojos.

      Recuerdo con deleite las excursiones a la huerta, junto a la rivera, donde recogíamos peritas de San Juan y aquellas enormes sandías que abríamos a golpes; las valientes escaladas a lo alto de la higuera que terminaba por hacernos bajar a fuerza de picores.

      Fueron las chicharras testigos ruidosos del cambio de aquella casa y en su interior, al ritmo que nuestras vidas, se transformaban también sus rincones. Un gallinero que se convirtió en un patio cuajado de macetas y, en el lugar donde corrían las aves tiempo atrás, crecía, años después, un jardín mil veces imaginado. Como un oasis en medio del desierto surgía, tras un enorme portón de madera, un espacio fresco y verde que nos hacía sentir los más afortunados.

      En aquel pequeño paraíso crecía un ciruelo chino que, de ser el benjamín del lugar, pasó a ser la sombra más buscada. Protegiendo su intimidad, un muro encalado infinitas veces, tapizado de rosales pacíficos y jazmines. Y en el rincón más apartado, como una fiera, invadía voraz el terreno un enorme bambú que, en las ausencias prolongadas, obligaba a presentar batalla para hacerlo retroceder. Aquel era el descanso del guerrero en las noches más sofocantes, cuando el aroma a dama de noche y el canto de los grillos te acunaba bajo el cielo de las Perseidas de agosto.

      Quizás aquel universo, de gazpacho y ensaladas, de siestas eternas y tertulias en la madrugada, debiera tocar a su fin.


      Pero, aunque al paso de los años la ausencia de todos los que vivimos y dimos vida a aquel lugar abra enormes grietas en su paisaje, el recuerdo y el eco de las risas que compartimos allí permanecerá intacto, como en un cuento de hadas, por siempre jamás.

martes, 19 de octubre de 2010

Un beso robado ( en 69 palabras)

 
En aquel paseo mojado, bajo un aguacero de otoño, mantuvimos prudentes la distancia y sujetamos el deseo silencioso. Hartos de empaparnos de lluvia y miradas, nos resguardamos en aquella librería de Triana. ¿Recuerdas? Un trueno en la oscura tarde, y un apagón en el rincón de los cuentos. Como en un juego sin testigos, nuestros labios se buscaron. ¿Quién robó el beso a quién? Aún me lo  estoy preguntando.

jueves, 14 de octubre de 2010

Reserva del 53 (2ª Parte)


   


A veces sentimos que el mundo nos pertenece y tejemos sobre él nuestro propio camino. Si conociéramos el futuro, sería más sencillo enfrentar el destino y preparar el corazón para sus juegos y embates. Pero, quizás entonces, nunca aprenderíamos a levantarnos y seguir avanzando fortalecidos por la caída.


California, 1995.

Robert atravesó, con paso agitado, el corto recorrido que separaba el cobertizo de la casa y se detuvo antes de entrar. Se quedó mirando la punta de sus zapatos mientras intentaba tranquilizar su ánimo. Tenía el semblante serio. Se sentía tremendamente contrariado por la escena que acababa de presenciar e intentaba controlar un sentimiento que era incapaz de definir. Desde donde estaba, podía ver su imagen reflejada en una de las cristaleras que daban al jardín. Reparó en las canas, que empezaban a blanquear sus sienes, y en sus ojos, que ahora parecían algo más pequeños y apagados. ¿Y había ocurrido aquello en los últimos cinco minutos? Respiró hondo un par de veces antes de girar la cabeza para descubrir que su padre lo observaba con curiosidad desde el otro lado del jardín.

—¿Te encuentras bien, hijo?
Peter Saint-James conocía bien a su hijo, y sabía que en aquel momento intentaba contener su enfado por alguna razón; quizás porque no estaba justificado, o bien porque la razón de su existencia andaba de por medio.
—¡Por todos los demonios, papá! ¡Acabo de pillar a tu nieta besándose con Gabriel en el cobertizo! ―Anunciarlo en voz alta pareció serenar su irritación.
—¿Carol? —El abuelo había acertado en su apreciación inicial—. ¿Con el hijo de nuestro capataz? Vaya, después de todo parece que tu madre tenía razón. Siempre ha sido especial para detectar esas cosas.
—¿Para detectar qué? —Sofía salía en aquel momento de la casa en dirección hacia los dos hombres. Se hubiera alarmado al ver la crispación de su hijo, sino hubiera sido por la tranquilidad con que su marido le estaba hablando.
—Peter ha sorprendido a Carol y a Gabriel en el cobertizo. Besándose. —El hombre la miró con cierta admiración—. Tenías razón, cariño, esos chicos se traían algo entre manos.
—¡Pobres chicos! ¡Menudo susto les habrás dado! ―dijo la anciana, sonriendo.
—¡Pero, mamá! ¡Tiene diecisiete años! No me parece justificable que ande por ahí besándose con cualquiera. ―La miró aún más enfadado—. ¿Y tú lo sabías? No voy a admitir que aplaudas su comportamiento ni que apruebes un acto así como si fuera una chiquillada. No voy a consentir…
—¡Para, hijo! —El anciano hizo un gesto con la mano frenando sus palabras—.  Ten cuidado con lo que dices. Gabriel no es cualquiera; y dudo mucho que tu madre, conociendo a Carol como la conoce, permitiera que tu hija hiciera algo que pudiera herirla, o incluso herirte a ti. No deberías hablarle en ese tono.