miércoles, 28 de marzo de 2012

Cuenta la leyenda...




Venus aguardaba impaciente en aquella estancia con olor a madera vieja. La luz de la tarde apenas entraba por las ventanas circulares que rodeaban la torre, proyectando las sombras de los extraños artilugios que se amontonaban  por doquier. El joven inventor, aún temblando por la visión de aquella diosa de infinita hermosura, trataba de mantener  la mente ocupada rebuscando dentro de un enorme baúl, temiendo dirigir de nuevo la mirada en su dirección y sucumbir al deseo de sus terrenales instintos. Ella, sabedora de la turbación que ocasionaba su presencia en el débil espíritu de los mortales, instó al hombre a agilizar su búsqueda y entregar su encargo.

Miró a su adorado hijo, Cupido, que parecía aún más ansioso que ella misma por recibir su regalo. Cada vez le resultaba más difícil tenerlo atado a los encantos del Olimpo, y deseaba encontrar la manera de controlar mejor sus dones, como siempre había hecho. En medio de la eternidad, se le antojaba insuficiente el resultado que las flechas de su arco, que ella le había regalado, estaban teniendo sobre sus caprichos particulares. Bastaba su ruego de madre para que el joven Cupido lanzara sus flechas con punta de oro sobre los mortales que ella elegía. Disfrutaba viéndolos rendir su alma sin remisión mientras sus amadas recibían del diestro arquero la flecha con punta de plomo impregnada de olvido. Aquel obsequio encerraba, por encima de la complacencia del hijo de Marte, una necesidad aún mayor de sentirse poderosa.

Allí estaba al fin el objeto ansiado: una impresionante ballesta de oro preparada para cargar dos flechas a la vez. Dispuesta a vencer su lánguida existencia, ideaba tornar el enamoramiento platónico de sus entregados pretendientes  en un amor tan intenso que hiciera de ellos perpetuos esclavos de su pasión. Dos flechas de oro para un mismo mortal. Venus evolucionaba hacia una deidad devoradora.

Cupido, en su adolescente agitación, acertaba a ver en aquel  novedoso ingenio la solución al dilema que le planteaba su cometido en el noble arte de amor: cuando el ingrato destino decidía, en el lapsus de tiempo en el que volvía a cargar su arco,  que fuera el humano equivocado el que se cruzara delante de la mirada embriagada de su víctima.  Ahora un solo disparo bastaría para alcanzar dos incautos a un tiempo, que, al mirarse, ardieran en el mutuo deseo.

Ignoraba la intención escondida de su madre hasta que sus pensamientos se encontraron en medio de aquella habitación. El hermoso dios alado, condescendiente, tomó el arma entre sus manos y la cargó con dos de sus flechas, corrigiendo su trayectoria. El obsequio bien merecía ceder al capricho de su progenitora. Apuntó hacia el genial creador de aquel invento, que apenas tuvo tiempo de intuir el dulce ataque. Un certero disparo, y las dos saetas atravesaron su pecho para luego evaporarse en la nada. El instante del disparo fue suficiente. Ambos se habían dado cuenta del error. Una de las puntas era de plomo. Demasiado tarde. Cupido, temiendo la ira de su madre por su torpeza, desplegó sus alas y abandonó el lugar llevando la ballesta consigo.
           
Venus permanecía inmóvil, en medio de la estancia, preguntándose qué efectos ocasionarían la mezcla de ambas naturalezas en su cuerpo y en su voluntad. La manera en que él empezaba a mirarla la hacían intuir que la fuerza del amor vencería al olvido y la ingratitud que acompañaban el oscuro metal.

          Así fue como  la diosa de la belleza llevó al joven mortal hasta su lecho y  se dejó inundar de nuevas pasiones y placeres terrenales que la hicieron sucumbir al fuego de aquel humano.  Y así fue como el deleite del despertar la llevó hasta la mayor sorpresa de su existencia. Lejos de encontrarle aún junto a ella, solo halló un pergamino escrito. Una oda a sus encantos, y la débil promesa de regresar pronto a su lado.

La humanidad no tardaría en descubrir las consecuencias del descuido de Cupido: el comienzo de una nueva era.



Para El Cuentacuentos:  "Una habitación, tres personas y un disparo."

lunes, 19 de marzo de 2012

El jardín de las delicias

 

     —No estoy en peligro. Yo soy el peligro. La inmortalidad no me vencerá, porque los hombres necesitáis más de mí  que de la propia vida. Sé de quienes vendrán en mi busca para sentir el vértigo del miedo. En él hallarán el placer de tentarme y jugar conmigo al juego más difícil. Pobres ingenuos. Verán mi rostro de soslayo, y hablarán a otros de cómo el valor aguzaba sus sentidos y oprimía sus pulmones en extraño regocijo. Ignorarán, en su osadía, que yo nunca los elegía como compañeros. Los escogidos aguardarán mi sombra en la distancia. La espera calma y silenciosa de aquellos que me nombren en un susurro. Ellos me reconocerán, y yo abrazaré sus almas como justa propietaria. Pero habrá de ser el mayor de mis disfrutes el rostro pálido y demudado de los inquietos mortales que, sin intuir siquiera mi presencia, me descubran en la penumbra de un instante trágico.

      Alejandro se arrodilló junto al manantial y vació el recipiente con el elixir de la vida, que instantes antes había llenado. Lo contempló durante unos segundos, perdido en la transparencia del líquido mágico. Volvió a mirar a la joven que, sentada sobre la hierba, había pronunciado aquellas palabras. Pensó que jamás había visto una mujer tan hermosa y, casi al instante, quedó hipnotizado por la dulce sonrisa que dibujaba su rostro.
Sintió que su voluntad se alejaba de sus pensamientos y, en cada inspiración, el alma se le escapaba en dirección al dulce ser que seguía mirándolo en silencio. Necio y confiado, había olvidado cerrar sus oídos al mantra de aquella voz, tal y como le advirtieron los sabios. Subió de nuevo a su montura y se alejó despacio de aquel lugar sagrado, mientras su memoria olvidaba cada uno de los pasos desandados. En su mente solo quedaba congelado el deseo indeleble de volver a encontrarse con aquella extraña y sucumbir a un destino que ya habían dibujado las estrellas.

     La Muerte sonrió de nuevo al ver alejarse al incauto caballero.



De la frase de El Cuentacuentos: "No estoy en peligro. Yo soy el peligro."

martes, 13 de marzo de 2012

Chandrika

      



    Empujo con cuidado la puerta de cristales cerrándola tras de mí, y en seguida percibo cómo la húmeda atmósfera empapa suavemente mi piel oscura. Me adentro con paso firme por el pasillo central dejando, a cada lado, largas hileras de macetas cargadas de flores y plantas. Este domingo de junio el invernadero está especialmente luminoso y lleno de vida.
Siempre que entro en este lugar encantado, siento que me falta un poco el aire y tardo unos minutos en acostumbrarme a un clima tan diferente al que hay en el exterior. Podría ir con los ojos cerrados  hasta donde crece la vegetación más salvaje. En este lugar no necesito orientarme, no se ve bien más que con el corazón, lo esencial es invisible para los ojos. 
Allí está lo que busco. Mi árbol de la canela. Un vínculo que me une de manera casi sobrehumana con mi pasado. El único recuerdo que trajeron mis padres cuando fueron a buscarme a Sri Lanka, veinte años atrás. Paso mis dedos sobre las verdes hojas de este árbol que ahora se eleva más de cuatro metros sobre mi cabeza y, como un ritual,  deslizo mi mano por su tronco para sujetarlo firmemente durante unos segundos; como si este simple gesto me atara a una identidad que me niego a olvidar: la isla que me vio nacer, el mundo de mis orígenes, retales de una historia que apenas ocupan un pequeño espacio en mi memoria, pero cuyos olores y sabores han quedado impregnando mis sentidos de manera indeleble. 
Jamás arrebataría de sus tallos el tesoro más valioso, condenando a muerte un bien tan preciado. Sé que no habré de hacerlo nunca. Mamá, como cada domingo, se encargará de proteger los recuerdos de mi niñez preparándome deliciosas tortas de canela horneadas con amor, mientras yo, como siempre, jugaré sobre la mesa de la cocina a desmenuzar con mis dedos, de manera instintiva, las delicadas capas de sabiduría que abrazan mi adorada especia.



Para El Cuentacuentos: "Una frase de cine  (Para ti que te paseas por mi jardín).”