miércoles, 31 de diciembre de 2014

El último vuelo




Muy señor mío:

Os informo que, cuando suene la última campanada, habré colgado mis alas. Dejaré, pues, a mis suicidas y a los nuevos emprendedores ejercer su libre albedrío como más les plazca. Quedará a vuestro criterio decidir si buscarme un sustituto.
Yo dejaría la plaza libre por pura curiosidad, porque os puedo decir que es mero hastío lo que me ha llevado a este punto. Pensé que el nuevo milenio aportaría ideas interesantes a los propósitos humanos, pero nada más lejos; ya me aburrí de ser la sensatez de conciencias insulsas.
Así que, esta vez, Raúl no escuchará mi voz animándolo a subir en la bici estática, ni convenceré a María de que este año acabará su eterna novela; tampoco sostendré los pies de Alberto, que cada uno de enero decide tirarse por el tajo de Ronda.
Deseo fervientemente que alcen el vuelo solos; unos caerán en picado, me consta, pero otros olvidarán las banalidades y crecerán. Yo, por mi parte, anhelo encontrarme con todos esos placeres terrenales que mi anterior naturaleza me negó. Os ruego encarecidamente no me detengáis, o me veré obligado a trabajar para la competencia. 
Con sus peores propósitos, se despide atentamente, 

Gabriel

sábado, 20 de diciembre de 2014

Las horas del destiempo



Mil veces se cruzan nuestras sombras sobre el mapa de la vida y, mientras deslizas tus caricias silenciosas por mi cuerpo, van desapareciendo las marcas de tus dedos como si nunca hubieras rozado mi piel, ni tus besos mi boca. Y, sin embargo, aquí estuviste dejando tus huellas. Eres real; indeleble. Lo  sabe el eco de mis palabras al nombrarte y la herida profunda de tu ausencia.
Se paran los relojes que secuestran el destino, y jugamos a esquivar las certezas. Es más sabio el deseo cuando sabe de placeres y libera ataduras.  Yo sigo el rumbo que anduviste en tu pasado, y tú aprendes a desandar mis miedos. Así nos encontramos: atrapando los sueños que nos son prohibidos.
Llueve en tu mundo cuando se hace invierno en mis labios; las estaciones se alargan, eternas, en la gris espera. Exilio el desaliento de mi noche, porque mis promesas aguardan que amanezca. Puede que hoy no alcances mi estela, pero anhelo paciente tu regreso. Volverán los segundos a rondar mi almohada. Tal vez algún día. Quizás... mañana. 


sábado, 6 de diciembre de 2014

Dime dónde estarás mañana



Abrí la puerta muy despacio y contuve la respiración. Percibí un inconfundible olor a rancio,  que se colaba por mis fosas nasales estrechando mi seca garganta. Los departamentos antiguos de la Facultad siempre olían de aquel modo. Por un instante, el pánico me paralizó y estuve a punto de volver sobre mis  pasos, pero una inesperada descarga de adrenalina se tragó cualquier atisbo de duda. No podía detenerme ahora, Cristina me necesitaba. Ignoré el vértigo y las ganas de vomitar y, con las manos húmedas, me adentré en una sala llena de muebles viejos y de polvo acumulado. Sobre el escritorio, montones de papeles amenazaban con deslizarse hasta el suelo y delatar mi presencia. Si me descubrían allí,  estaría perdida. "Solo será un momento", me animé.

Resultaba complicado orientarse en el interior del despacho de literatura árabe; apenas entraba luz por las ventanas a aquellas horas de la tarde. Me tomé unos segundos para recuperar el aliento. La intensidad con la que el pulso me bombeaba la sangre hacia las sienes apenas me dejaba enfocar con claridad, y ese maldito latido ensordecedor que venía subiendo desde mi pecho iba a volverme loca. Entendí que eso debía de ser el verdadero miedo. Un miedo cerval que volvía a paralizarme. Intenté alejar esa sensación de ahogo que mantenía mi estómago pegado al diafragma y bloqueaba todos mis reflejos; lo suficiente para permitir que mis pies se movieran hacia el segundo cajón de la carcomida mesa de trabajo, destinada al profesor interino.  

Estaba cerca. Tan solo debía llegar hasta allí y coger los documentos que había en su interior. Un calor abrasador ascendía por mi cuello, y me encendía el rostro. Un minuto. Solo necesitaba un minuto, y luego saldría de allí. Pero era pedir demasiado. Escuché un chasquido a mi espalda y comprobé, aterrorizada, cómo el pomo de la puerta empezaba a girar. En ese instante, realmente consciente del riesgo que estaba corriendo, vi pasar a toda velocidad los acontecimientos que me hicieron regresar de nuevo a la Facultad de Filología, apenas dos semanas antes. 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Pobre diablo








Cada día mudas tu piel de azufre y escamas, y adquieres forma humana. Convertido en maestro, exhalas tu ancestral sabiduría henchida de experiencia, y murmuras que convertirás mi cuerpo virgen en un pecado para los mortales. Modelas así mi ingenio, mi alma y la cadencia de mis pasos. Contemplas, satisfecho, la voluptuosa tentación que es ahora discípula.
Al fin, rendida al placer, dejo sumisa que goces de tu obra. Cuando tu lengua bífida prueba mi néctar, ya es demasiado tarde para ti. Sonrío, maliciosa. 

Seleccionado y publicado en la Antología del II Concurso de Microrrelatos Eróticos, de la editorial  Ediciones de Letras. 

jueves, 4 de diciembre de 2014

Reminiscencias



Observo a la desconocida acunando a mi bebé, mientras un aire gélido atraviesa la estancia. Mi esposo acude silencioso; también la ve. No tiene miedo; acaricia a nuestro hijo y besa a la mujer. No consigo entender. 
Se gira para contemplar mi foto, antes de cerrar la puerta. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Sin fronteras


Tribus nómadas llegaron desde los cuatro puntos cardinales para discutir dónde debía estar la capital del planeta. La reunión, convertida en una Torre de Babel, denotó la falta de entendimiento. Cada una marcó un pedazo de terreno a su alrededor y se declaró independiente. Fin de la utopía.

martes, 2 de diciembre de 2014

Dejad que los niños se acerquen a mí


Publicado en la VIII Antología “Calabazas en el trastero (Aparecidos)”, de Ediciones Saco de Huesos.

Desde el asiento del copiloto, miro a papá. Está blanco como el papel y parece haber envejecido muchos años de pronto. El ruido del coche subiendo a toda velocidad por el sendero de tierra llena todo el aire, pero apenas lo notamos. El silencio viene desde dentro y hace que me piten los oídos. Sé que a él le ocurre lo mismo. El mundo ha desaparecido ahí fuera. Un pensamiento oscuro nos está devorando. Estoy mareado.
Hace solo unas horas que subimos por esta misma cuesta por primera vez, pero ahora me parece que han pasado días. Cuando llegamos a media mañana,  el olivar ya nos esperaba a los lados de este camino lleno de arena; íbamos levantando un polvo tan seco y amarillo como los rastrojos de trigo que habían sido amontonados para ser quemados al atardecer. Casi atropella a un par de niños que se cruzaron de golpe en mitad de la subida.
Papá maldijo su estampa; estaba nervioso. Hacía una semana que había encontrado en Internet un trabajo temporal de topógrafo en aquella finca. Nunca había aceptado un encargo de esa manera, y no se fiaba,  pero hacía demasiado tiempo que no le salía nada, y mamá le dijo que había que agarrarse a un clavo ardiendo.
Ella le puso la mano en el hombro para calmarlo, y lo consiguió;  siempre tenía ese efecto sobre él. Todos teníamos los nervios de punta; llevábamos dos horas metidos en el vehículo, Elena había vomitado y, cuando al fin llegamos a lo alto de la loma, no teníamos claro si aquello de pasar todos juntos un fin de semana en el campo había sido buena idea. Al bajarnos, una bofetada de calor me dejó sin aliento. Agosto abría grietas en la tierra y también secaba los pulmones; en aquel cortijo perdido en medio de ninguna parte, aún más.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Grandes desafíos


  
                                    

Me maquillo frente al espejo y, por primera vez en diez años, de nuevo me reencuentro con mis propios anhelos. Tú me miras sonriente, y siento que tus miedos se mezclan con los míos. Vuelvo a trabajar fuera, a cambio de parte de tu tiempo y tus ingresos. 
—Lo compensaremos —dijiste—. Unas horas en casa cuidando de nuestros hijos no me harán mal. 
Antes de salir, me despido de los niños y de ti, y me deseáis suerte en mi primer día. Yo me giro, sujetando en los labios una carcajada. El más pequeño lleva los zapatos del revés. Vosotros sí que la vais a necesitar.


Los secretos del otoño



     Al franquear los gruesos muros de la entrada de aquel umbrío caserón deshabitado, tuve la sensación de penetrar en un lugar detenido en el tiempo. La mayoría de las losetas estaban levantadas, y los escombros se esparcían por doquier. En un apolillado armario aún quedaban algunos trajes de hombre bastante antiguos. No había ropa de mujer; por eso me llamó la atención encontrar, en medio de la estancia, un viejo zapato de charol blanco con una peculiar lazada de pedrería en la punta.
En el Ayuntamiento me dijeron que el propietario de la casa, hacía más de setenta años, había sido un médico holandés afincado en el pueblo. La inquietud que me embargaba no la provocaba el lamentable estado de abandono del edificio, sino el viejo cuaderno de hojas apergaminadas que apretaba contra mí, y que la abuela había puesto en mis manos poco antes de fallecer. Me sentía como una profanadora de templos. Quizás mi única misión era custodiar ese diario, y no volver a abrir heridas del pasado, ya cerradas.
Nunca había visto morir a nadie. Deseé que ella se hubiera ido en paz. Volver al pueblo materno después de dos lustros me devolvió los recuerdos que ya tenía abandonados en mi memoria. Cuando la anciana pidió que nos dejaran a solas, me encontré de golpe contemplando en sus ojos los momentos más felices de mi niñez; supe que entre nosotras aún se mantenía el vínculo que se había forjado al amparo de su falda. Con dedos temblorosos, me indicó el rincón del escritorio donde guardaba su mayor secreto y, antes de que pudiera entregárselo, se llevó el índice hasta los labios, pidiéndome silencio. El diario era para mí.
Contaban que mi abuelo fue un ilustre militar. Murió antes de que yo naciera. Había llegado allí destinado desde el norte durante la guerra, y quedó prendado de una de las señoritas de más rancio abolengo de la comarca. Se casaron pocos meses después. Había oído decir que era un hombre severo y poco acostumbrado a los favores, pero que había conseguido sacar del pueblo a toda su familia política, antes de que este fuera asaltado por el bando enemigo. Vivieron en la capital durante un año, la primera y única vez que la abuela salió de su tierra; y, cuando regresaron, mamá ya venía con ellos.
A veces cuesta asimilar que alguien como ella, con casi un siglo de experiencias mil veces narradas, y modelo de una vida recta, propia de su posición, pudiera revelarse como una completa desconocida. Las palabras que se desprendieron de aquellas páginas fueron un descubrimiento, y una razón lo bastante poderosa como para hacer que retrasara mi vuelta a la ciudad. 
Dos días después del entierro, como parte de una tradición lúgubre y anacrónica, algunos parientes rondaban aún la casa, haciendo más doloroso el duelo. Intentando aislarse de la incómoda compañía, mi madre permanecía acurrucada en un sillón, contemplando viejos álbumes familiares. Me senté junto a ella, dispuesta a acompañarla en sus recuerdos. Vetustos retratos en sepia mostraban imágenes que se antojaban irreales: el abuelo  de uniforme, la abuela con sus hermanas menores, y la foto de su boda. Aparecía con un vestido de chantilly y unos delicados zapatos de charol blanco; los reconocí en seguida.
Una verdad apabullante afloraba desde el pasado a toda velocidad: la abuela había tenido un amante. Un hombre que debió marcar su vida profundamente para que ella deseara conservar por escrito su vivencia, y cuya última pista acababa justo en aquella casa con suelo de mosaicos blancos y azules. No había nombres, solo una historia de amor y la dirección de aquella casa anotada en la última hoja junto a una fecha: la del día en que se vio obligada a marchar del pueblo. Abracé a mamá y sondeé su pasado en busca de mis propias respuestas. Cuando le pregunté por la noche en que huyeron sus padres, ella me contó lo que sabía por boca de una de sus tías.
Esa tarde, ante el peligro inminente, debían coger el coche y salir a toda prisa. Habían estado buscando a su madre por todas partes sin dar con su paradero, hasta que, finalmente, el abuelo apareció con ella, con el rostro desencajado por la preocupación. Contaban que apareció descalza, y que lloró durante todo el camino hasta la ciudad. Cerré los ojos, e intenté imaginar de dónde venían y cómo fueron esos momentos tan dramáticos. Cómo el miedo de aquel día se debió macerar con el dolor de la traición consumada y de la incertidumbre de lo que estaría por venir. A pesar de todo, no dejaba de preguntarme por qué ella no luchó por aquel amor.
Mi última noche en el pueblo, el sueño volvió a llevarme bajo el castaño junto a los muros del cementerio, donde solíamos sentarnos a merendar cada tarde la abuela y yo. En otoño me llenaba los bolsillos de castañas y jugaba a meterlas en los agujeros de la pared. Ella siempre decía que al abuelo le gustaban a rabiar, y que él vendría a recogerlas.
Cuando al amanecer compartí con mi madre el recuerdo de mi infancia, me miró extrañada. No tanto porque nunca le había contado dónde terminaban nuestros paseos vespertinos, como por el hecho de que su padre hubiese sido alérgico a los frutos secos, y que su enterramiento hubiera tenido lugar en su tierra natal, respetando su voluntad.
Han pasado casi cinco años desde la muerte de la abuela, y ahora acudo cada otoño al pueblo para dejarle flores. Nunca olvido acercarme hasta el muro del cementerio para dejar algunas castañas en los agujeros que aún quedan en él; orificios que dejaron las balas cuando los asaltantes fusilaron al cura y al médico del pueblo, que, cumpliendo el sagrado juramento hipocrático, decidió quedarse con sus enfermos.
Una fecha que quedó grabada en mi memoria, en el diario de su amante y, aún sin saberlo ella, en el color celeste de los ojos de mi madre.