viernes, 23 de enero de 2015

Cantabria en los labios




Soledad era una anjana de los bosques a la que una ola de mar, con forma humana, convirtió en sirena. Cuando el hada recordaba la brisa que soplaba entre los árboles, preparaba quesada con esencia de canela, y su paladar recorría los verdes prados que sus pies añoraban. Manuel se llamaba el pescador que se hechizó de sus labios de azúcar y leche tibia.

Cuando, un día, su barco no regresó a puerto, Soledad cambió sus besos dulces por el conjuro de eternas lágrimas de sal. El sabor de la piel del hombre que la dejó sola en Santoña. 



Seleccionado en el Certamen de Relato Breve “A qué sabe Cantabria”, con el título “El sabor de los besos”, y publicado por el Parlamento de Cantabria. Enero de 2015.

jueves, 8 de enero de 2015

La noche más larga


Un haz de luna atraviesa mi costado y dobla mis piernas. El dolor de una contracción me quiebra el paso, pero las ancianas acuden prestas a sujetarme. Atravesamos el claro y entramos en la Casa Sagrada. El fulgor de la lumbre transforma el interior, y las mujeres trajinan alrededor del caldero. Me esperaban. 
Las ventanas abiertas permiten que entren las ramas de los álamos, y las hojas plateadas vuelan por la estancia para morir en el fuego. Otra punzada en el vientre me deja de rodillas. Ha llegado la hora. Sobre un cálido lecho, mis pensamientos ceden al canto hipnótico de las hechiceras, que me hacen beber una poción amarga. 
Mi cuerpo absorbe los sonidos del exterior y se aleja de allí. Escucho el crujido de la nieve en el deshielo y el soplo gélido de los vientos del solsticio. Vuelvo a esta habitación, donde meses atrás, bajo la atenta mirada de las brujas, entregaba mi naturaleza virginal cabalgando sobre el varón elegido. Su simiente sería nuestra perpetuidad, y su sangre el sacrificio. El goce de aquel instante se transforma en los gemidos de un desgarro. 
Voy a morir; no puede existir agonía semejante. Bramo por un conjuro que ellas me niegan. Conozco el ritual; me preparé para este momento, pero ignoraba la dureza con la que  Madre Tierra exige el pago de sus favores. Cierro los ojos e invoco a Yule. Las voces de las congregadas apenas son ahora un murmullo, y las sombras que proyecta la hoguera se retraen para coger impulso. Debo empujar.
El hielo de las cornisas se derrite como la cera sobre los candiles y, mientras el invierno muere con los segundos, la vida se abre paso con el primer rayo de luz. Es una niña. La protegida del Rey Sol.

Seleccionado y publicado en el I Certamen de Microrrelatos Solsticio de Invierno, de “El diván del escritor”.


domingo, 4 de enero de 2015

Descompensados


Sabes qué palabras inflaman mi corazón y gustas de elevar este sonrojo en forma de globos. Te rodeas de mis anhelos flotantes y, cuando tienes ganas de mí, solo tienes que tirar de un cordel; así me tienes pegada a tus zapatos suplicándote que me subas hasta el cielo.
Lástima que cuando estalla la pasión y busco que me insufles verdadero amor, el ruido de la explosión te deje aterrado. Esta vez dejaré que te ahogues en tus propios miedos. Yo volaré un poco más lejos. Ya encontraré quien me alcance. 

jueves, 1 de enero de 2015

Alma de sal



Cuando la enfermedad del abuelo alcanzó a sus recuerdos, mis padres decidieron traerlo a Madrid; pero no mejoró. Había sido capitán de barco, y aún tenía el azul del mar impregnando el iris de sus ojos. Hace unos años apenas, yo solía sentarme a sus pies para jugar con su vieja brújula, mientras él observaba, impasible, el enorme árbol de nuestro jardín.
Los días nubosos, su mirada se perdía en medio de una tormenta que nadie más podía ver. En casa decían que, cuando la vejez lo separó de las olas, un arrecife de coral creció alrededor de su mente, y su memoria desapareció para nunca regresar. Añoraban el genio bravío y el buen humor que imperaba durante el tiempo que permanecía junto a ellos cuando vivían en la costa.
Había sido un buen padre, pero su felicidad siempre estuvo en la promesa fiel que le había hecho a las mareas. La abuela nunca se molestó con ello y, cuando falleció, él la convirtió en su estrella polar, y seguía saliendo del puerto cada día para compartir con ella su mayor pasión. 
Aquel otoño el abuelo se apagaba. Sin encontrar remedio a su aislamiento, mi familia pensó que estaría bien viajar unos días, todos juntos, a la playa. Aunque nadie decía nada, algo dentro de nosotros nos hacía presentir que aquello era una especie de despedida. La esperanza de ver un atisbo de lucidez en su rostro se había desvanecido hacía tiempo, pero mamá pensó que acercarlo a la costa serenaría su espíritu silencioso. 
El hotel donde nos alojamos esos días se situaba frente al mar; desde que el abuelo se vino a vivir con nosotros, no habíamos vuelto a ir de vacaciones a la Costa Blanca. En aquel tiempo era el verano con su luz el que nos daba la bienvenida. Resultaba extraño estar allí, frente a aquel enorme ventanal de la habitación, contemplando unas aguas tan grises como las nubes que las cubrían.
Fue en ese instante en el que una inesperada ráfaga de aire del litoral levantó las cortinas, cuando el anciano a quien tanto quería pronunció las primeras palabras en años. 
—¡Páseme el catalejo, marinero! ¡Se avecina tormenta por babor!
Nos miramos perplejos unos segundos, para después entender lo que estaba sucediendo. La vida volvió a recorrer sus venas y le dio brillo a sus ojos. Buscó a mamá con la mirada, y ella se acercó emocionada. La llamó por su nombre y, cogiendo su mano, le besó la palma rozando su piel con aquella barba de Neptuno.
Ella lo abrazó con cariño, y se quedó unos minutos junto a él observando el ir y venir de las olas. 

—Volveremos —le susurró al oído.


Ganador del I Concurso de Microrrelatos 40 Aniversario Hotel Meridional.