viernes, 31 de julio de 2015

Contemplación




Nací en el norte, y mi vida fue un viaje de descenso para descubrir los parajes más hermosos. Heredé de mi madre su pasión por la botánica y de mi padre la paciencia para aguardar acontecimientos; así, aprendiendo la cambiante naturaleza de los árboles, esperaba hallar mi verdad.
La encontré en el alma de una mujer, a la sombra de un haya, en un bosque europeo. Allí eché raíces y me convertí en un fuerte roble. Mis brazos, como ramas, columpiaron a los hijos que llegaron, y permanecí atento a las estaciones. Pero el viento trajo voces de modernidad y se convirtió en huracán, tornando gris el paisaje. El mundo cambiaba alzando muros de indiferencia y la llamada del sur regresó.
Volví a ser nómada y retomé la ruta abandonada, junto a los míos. Cruzamos el mar buscando extensas llanuras y altas montañas, tras las señales del sol y de la tierra árida. Encontré el final del camino a los pies de un baobab. Mi familia contemplaba atónita aquella especie, que parecía sembrada cabeza abajo dejando al aire sus raíces.
―¿Por qué está del revés? ―preguntó mi hijo pequeño.
―Ya ni los árboles desean ver lo que estamos haciendo con nuestro mundo y se esconden como un avestruz ―bromeó mi esposa.
Solo al llegar la noche y observar el firmamento estrellado, entendí la razón de sus palabras. La mano del hombre lo había alcanzado todo. Era el momento de mirar al cielo y elevar una plegaria.


Seleccionado y publicado en la III Antología “Purorrelato”, de Casa África


miércoles, 22 de julio de 2015

Inmersión cromática




Cada noche, el pintor y su musa yacen juntos. Rendidos al deseo, anudan sus cuerpos y sacian el hambre atrasada con besos. Cuando el cansancio apacigua la pasión y reclama el justo descanso, entrelazan sus manos y se entregan a Morfeo. Él abandona veloz la vigilia, atrapado en un canto de sirena que lo arrastra mar adentro. Reconoce la llamada y cede con docilidad al mundo azul de sus sueños.
El océano es un lienzo nocturno, cambiante como las mareas; y los colores fugitivos de su paleta son ahora peces que mordisquean los lóbulos de sus orejas y enredan su pelo. Sonríe, extasiado, al descubrir la plata virginal de la luna sobre el agua y aprende sus matices. Todo gira en bucle en el vaivén de las olas, uniendo cielo y tierra en una mezcla imposible de claroscuros.
El artista extiende sus yemas de pincel y dibuja sobre el firmamento estrellas fugaces que descienden en cada trazo, siguiendo la estela de sus dedos. Al fin, cuando el silencio se cubre de un manto oscuro, una joven prende una hoguera en el borde del acantilado y, al parpadeo de su intensa luz escarlata, él emerge de las aguas. El calor del fuego templa sus miembros entumecidos y asciende hasta sus labios. Ella recibe su despertar con un beso.
―¿Viste mi señal? ―murmura con una caricia.
Él asiente, y es que, después de cada viaje en busca de su arco iris, siempre necesita reencontrarse con su verdadera inspiración.
―Sabes que siento debilidad por los rojos ―responde, sonriendo.

Seleccionado y publicado en la Antología “Sueños”, de Ojos Verdes Ediciones.

jueves, 9 de julio de 2015

Vientos de guerra




Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Es un gemido mortal que quiebra su superficie y se hace llanto al rozar el aire. Al fin, allá abajo, su llamada se torna visible. Un chiquillo alza su dedo señalándola. La Luna parpadea ante la atónita mirada de los niños que juegan en el oasis. Unos dicen que el siroco levantó la arena y llegó hasta su enorme ojo; otros, que la sombra de la Tierra nubló su vista con un liviano velo azul. Ellos no entienden de señales, pero se emocionan cada vez que el cielo les regala alguna distracción. Cuando de nuevo aparece redonda y brillante, la normalidad regresa a la cúpula estrellada, y un viento frío invita a la chiquillería a entrar en las tiendas.
Desde hace unos días el aire ya no huele a dátiles maduros, y arrastra remolinos densos de tierra oscura que nadie acierta a interpretar. El más anciano del poblado contempla cada noche el diálogo susurrante entre el desierto y su faro celeste, y observa con inquietud cómo va menguando su luz. Una lágrima púrpura ha descendido veloz como una estrella fugaz, dibujando una trayectoria extraña en el firmamento. Ha abierto una profunda y negra grieta, por la que se precipitan infinitos granos dorados. El acuoso meteorito ha penetrado raudo hacia el núcleo incandescente, invisible a ojos ajenos, y se ha evaporado en su interior.
El viejo beduino de piel curtida y pies gastados por mil viajes tiembla en un escalofrío y siente que el mundo empieza a ser menos cálido. Mira arriba con preocupación, y una súplica se alza por encima del tiempo y del espacio en una lengua ya olvidada. No hay respuesta. Ni siquiera el alba enfrenta las sombras que avanzan silenciosas bajo la vigía nocturna. La Luna se rinde. Obediente a su ciclo, va dejando caer su inmenso párpado como un telón entre las dunas y, cuando la oscuridad se convierte en certeza sobre el Sáhara, una segunda lágrima de sal se precipita desde el cielo, contaminando el único manantial que les garantiza la vida. El hombre de piel de pergamino mira al horizonte, y comprende que algo está sucediendo al otro lado de las montañas. La noche más oscura está por llegar.

Finalista en el II Premio Literario de Cuento Corto “Madrid Sky”

miércoles, 8 de julio de 2015

La nodriza




      Las xanas encontramos una niña a los pies de nuestro árbol madre. Una criatura abandonada por su especie, que la centenaria haya adoptó y entregó a nuestro cuidado. Creció en destrezas, adaptando las plantas de sus pies a las fuertes raíces de su inmóvil progenitora, y enredó sus oscuros cabellos en las ramas que ascendían buscando la luz. Mil veces se precipitó desde improvisados lechos, y en esas caídas su sangre y la savia se iban mezclando hasta convertirla en una criatura del bosque; un ser mágico desposeído de alas, que fue instruida en los dulces cantos de sus hermanas.
Caminaba sobre el agua, sostenida por nuestras manos, y aprendió con rapidez las trampas de nuestros juegos amorosos en el esperado solsticio. Siempre pensé que su presencia entre nosotras sería más castigo que dicha, pues, mientras seguíamos esperando anhelantes un amor que rompiera nuestro hechizo y nos volviera mortales, ella ya había escogido a su caballero y abría sus verdaderas alas para volar lejos. Estaba equivocada. Cada primavera regresa para amamantar a nuestros hijos y devolvernos el don de la vida.

martes, 7 de julio de 2015

Hambre




Una vez tuvimos una mascota. Luisa la acarició, Miguel la alimentó con acelgas y papá la desnucó. A mí solo me dio tiempo a ponerle el nombre: conejo con patatas.

lunes, 6 de julio de 2015

Fe

           


      Se sabían condenados a existencias separadas. Estaba escrito en la estrellas y en las líneas de su mano. Mientras marchaba, contempló una mariposa intentando escapar de una telaraña y pensó cuán inútil era luchar contra el destino. Siguió caminando, cuando un revoloteo lo detuvo. Sonrió, y regresó a buscarla.


domingo, 5 de julio de 2015

Alkímya






Conozco un lugar donde se atesoran las nostalgias de historias antiguas. Regreso aquí a diario para entender la ensoñación que me guía hasta esta figura: un ciervo de bronce con boca de pez que parece percibir mi proximidad. Su exterior ya no devuelve los reflejos que lo cubrían, siglos atrás, cuando el agua lo salpicaba mostrándolo al mundo como un delicioso surtidor. Por alguna razón llevo su forma dibujada en mis palmas y el tacto del metal tatuado en mi memoria.
Al caer la noche, paseo en sueños por desconocidas callejas, y el sonido de una fuente me conduce hasta un jardín cuajado de naranjos, junto a un palacio. Bebo del líquido que mana de uno de los cérvidos de este venero y, al apoyar mi mano, percibo el delicado grabado. Me siento sobre el mármol que los sostiene, y espero.
Despierto al amanecer con la certeza de que alguien acudió a mi encuentro, y vuelvo a este museo en busca de las respuestas que la vigilia me roba; pero el impasible animal de bronce me niega una verdad que nunca llega.
Perdida la mirada en esa búsqueda, una visión me envuelve hasta hacer desaparecer la sala. El grueso vidrio se ha transformado en una celosía y, al otro lado, un joven de tez oscura trabaja con su buril. Reconozco este taller; recuerdo haber deambulado por él en sueños, pero entonces no podía sentir los aromas de las especias. El chico que labra las hojas sobre el lomo del ciervo levanta la mirada y me sonríe. Nos conocemos. El fuerte latido de mi corazón me lo ha revelado.
El mundo se me antoja una falacia de horas inciertas. Cuando me adentro de nuevo en la inconsciencia de este sopor nocturno, desciendo desde el salón califal en su busca. Adoro esta fuente y al ciervo que ornamenta el fluir de sus aguas. Esa es su obra. Después de mil preguntas, al fin puedo tocar sus manos y entregarle mis besos. Y, por primera vez, siento esta vida como algo tangible.
El tiempo transcurre lento en la vigilia. Añoro los momentos de irrealidad perdidos en algún lugar del pasado, porque su magia propicia mis encuentros con él. Por esa razón acudo al museo en horas cada vez más tempranas a buscar el hechizo de la figura tallada y ver brotar el manantial que cada noche calma mi sed.
Hoy, con los ojos clavados en su boca, la visión me ha estremecido. La primera gota surge teñida de un intenso carmesí, y las paredes se desploman convertidas en una cortina de humo que me transporta hasta el salón oriental.
Escucho escondida el eco de la voz iracunda del Califa, que planifica su venganza contra el ingrato súbdito que ha osado poner su mirada en la princesa. Una verdad se derrama sobre mí empapando cada una de mis células. Salima es mi nombre.
El terror me paraliza y provoca un chasquido en mi cabeza que me devuelve al mundo real. Tiemblo mientras conduzco a casa y, con la vista puesta en la sierra, contemplo angustiada las ruinas de la antigua medina.
Un somnífero abre la puerta que mi corazón desbocado mantiene cerrada. Debo cruzar al otro lado y alcanzarlo antes de que lo hagan ellos. Avanzo hasta nuestro rincón secreto y detengo mis pies, cuando el primer trozo de cielo se desploma sobre mí. Él está allí. Ha acudido, como cada noche, al reclamo de mis besos. El dolor de la escena me quiebra las piernas.
El cuerpo de guardia ya le ha hecho prisionero y lo mantiene maniatado y de rodillas. Me mira con el valor inundando sus ojos, mientras los míos vierten lágrimas de desesperación. Apenas un parpadeo, una promesa de amor eterno, y la cimitarra cae sin piedad sobre el cuello del hombre que amo.

Ahora nada puede calmar el desconsuelo que me invade y me quema por dentro. No regresan las ensoñaciones que me devuelven a mi existencia anterior. El corazón sabe lo que mis pensamientos niegan, y es que este amor habrá de esperar otra vida para que mi espíritu se reencarne. No importa cuántos siglos hayan de pasar. La mágica figura de cobre sobrevivirá al paso del tiempo y, de nuevo, acudiré a su llamada.