sábado, 17 de octubre de 2015

La estrella sobre el desierto




En Afganistán sopla un viento de arena que te recuerda lo inhóspito de esta tierra. Solo el contacto virtual con mi mujer y el pequeño Lucas,  a través de la pantalla del ordenador,  me hace saber que existe una calidez diferente a seis mil kilómetros de aquí. Esos instantes de paz saben a besos; y el futuro, a los días de diciembre que vienen  llenos de ausencia.
Soy un médico parapetado tras una coraza militar y me esfuerzo en mantenerme sobrio ante el dolor ajeno. Pero lo que veo en medio de este conflicto me debilita día a día. Hoy  una mina ha estallado bajo los pies de un chico, y lo han traído aquí. Esto no es un hospital civil, nosotros solo atendemos soldados; pero era eso,  o dejarlo morir.
Esta noche, mientras la mitad del planeta se llena de luces y parabienes,  yo estoy en un quirófano intentando salvar una vida. Y por primera vez, de la manera más inesperada, he visto renacer la esperanza en los ojos de un niño.

Ganador del III Concurso Nacional “Tono Escobedo” de Relatos Breves en la categoría “Caridad”, y publicado en el libro “Las siete virtudes de la Humanidad”, de la editorial “Defoto Libros”.

viernes, 9 de octubre de 2015

Exhibicionismo


Se desnudó en hora punta, y mostró impúdicamente sus vergüenzas en busca de una morbosa excitación. El precio de su descaro: treinta mil euros.
Medio país piensa que la cantidad es desmesurada. El otro medio se da tortas por ser contratado en ese programa.

jueves, 8 de octubre de 2015

Los estados del alma




No me viste marchar. Era el sol quien, a escondidas, espiaba mis paseos por la playa cuando tú no mirabas. Acarició mi piel durante largas horas, y yo me dejé querer. Ignoraba cuán ardiente podía ser su abrazo en las tardes de verano. El calor evaporó de mi cuerpo miles de gotas y, finalmente, derritió mi asombrado espíritu sobre las olas del mar. Sé que me buscaste sin descanso, pero te fue imposible seguir mi rastro. Me volví invisible y salada, y durante mucho tiempo me entregué resignada al vaivén de las mareas.
A veces, la resaca era demasiado fuerte y me estrellaba contra los acantilados. Aprendí a ceder al oleaje, pero mi indómita naturaleza se rebelaba formando remolinos sobre la superficie. Finalmente, cesó la resistencia y quedé completamente diluida. Mientras empapaba los salientes rocosos, fui testigo del naufragio de las naves más imponentes. Cantos hipnóticos inundaban el aire y hacían saltar a los marineros por la borda en busca de extrañas melodías. Creí verte entre los humanos de piel tostada que sucumbían sin recelo al reclamo de aquellas voces. Deseé en secreto mutar en una de esas diosas marinas, cazadoras de almas, para ser de nuevo el objeto de una mirada hechizada; pero no eras tú, y me resigné a mostrarme como un simple puñado de lágrimas.
Cansada de mi suerte, regresaba cada estío a la costa, añorando mi forma anterior, y burbujeaba impotente e irritada por tan injusto destino. Supe que aún seguía bajo el influjo de mi impasible verdugo cuando, atrapada por la intensidad de su fuego, me elevó en una húmeda ráfaga de vapor. No estaba preparada para ser una nube, pero, cuando tienes todo el cielo para flotar, es fácil acostumbrarse a la libertad. Llegué tan alto que las corrientes de aire me arrastraron sin control, y de este modo descubrí que viajar demasiado rápido me producía vértigo. No me importó, porque para entonces ya sabía que la velocidad me volvía más liviana y blanca, y me acercaba un poco más al astro que había transformado mi esencia.
Había empezado a olvidar que una vez pertenecí a tu mundo y eras tú quien me hacía volar. Me cobijé bajo otros rayos, que proyectaban mi enorme contorno sobre los campos; yo crecía impulsada por su luz, y él difuminaba mi sombra en el crepúsculo. Al desaparecer con la noche, la tristeza me invadía y me tornaba gris y pequeña. Esperaba impaciente los minúsculos guiños que me dejaba sobre la luna, como un padre protector. Odiaba los días sombríos del otoño, en los que las señales se perdían al amanecer. Confundida, iba a buscar el abrigo de otros nimbos, en tan irascible estado que era imposible no ver el resplandor de mis propios relámpagos.
La tarde del eclipse dormitaba en cielo raso. Una fría ventisca me atravesó y me hizo descender. Aquella inmensa luna se había interpuesto entre el sol y yo, robándole sus últimos vestigios de luz. Entonces descubrí la criatura que planeaba sobre su escoba. Su embrujo dominaba el tiempo y convocaba a su estirpe al aquelarre. En el claro del bosque que se abría bajo mi etérea silueta, vislumbré el oscuro ritual que tenía lugar en una alfombra de hojas secas. Las brujas perpetuaban su especie cabalgando sobre fuertes vikingos, que yacían encadenados al efecto de sus pociones. El brillo de sus ojos reflejaba que el deleite recibido bien valía el sacrificio de pagar con sus vidas.
La reminiscencia de antiguos placeres me devolvió el deseo de tus caricias y me arrancó una fragilidad olvidada. Me sentí tan vulnerable, que mi interior se rompió en gruesas gotas de lluvia y me dejó expuesta a los gélidos vientos que iban en dirección a las montañas. Un brusco soplo invernal me fue deshaciendo en pequeños copos que me depositaron lentamente sobre una ladera. Me quedé petrificada e inmóvil, atrapada en la nívea espesura. Aquel no era un buen lugar para pasar el invierno: la soledad siempre termina congelando hasta los pensamientos más pequeños.
Nada podría romper el brillante fragmento de hielo en el que me había convertido; nada, salvo las aspas del veloz carruaje que me hizo añicos. El trineo de la Dama de las Nieves me lanzó sobre su capa, y ese manto empapado de tundra que la cubría, me tornó escarcha. En el silencio del trayecto percibí su anhelo voraz de calor humano, y la acompañé en su oscuro peregrinar en busca de incautos viajeros; expertos montañeros que, al cruzarse con el espíritu más hermoso, paralizaban sus pies y entregaban decididos su voluntad a cambio de un beso. Un regalo que todos ansiaban obtener y que se transformaba en una astilla helada capaz de atravesar el corazón.
Así fue como el más ardiente de los hombres se desplomó congelado junto a mí, y su ya tenue aliento me trajo el recuerdo de tus labios. Desperté de mi letargo. Su última exhalación me deshizo en apenas un capilar de fluido transparente, que goteó pendiente abajo. Una enorme telaraña líquida unió sus hilos a mi camino, acelerando el recorrido y, sin apenas darme cuenta, entré en el frenético descenso de una cascada de deshielo. La travesía fue una carrera a ciegas, un éxodo desde la cima hasta el centro de la tierra. Me filtraba por profundas grietas, en continuos giros, horadando espacios imposibles. Mi estado no cambió, pero extrañé ese oxígeno que solía llenar mis pulmones cuando era humana. Al fin pude intuir el tibio suelo que me cubría y viré mi rumbo hacia el exterior.
Abstraída del tiempo y la distancia, me reclamó la claridad. Mansa y limpia, broté en el centro de un manantial. Los verdes se expandían borrosos a través de mis ondulaciones, las mismas que dibujaban los guijarros lanzados por las ninfas que custodiaban el lugar. Nadie osaba acercarse al frescor que emanaba de mi nueva morada. Ellas dormitaban sobre los helechos hasta que, con el equinoccio, llegó la visita que esperaban: un jinete que cada primavera se dejaba el último aliento para beber el mágico elixir de la fuente. Solo entonces entendí por qué me sentía tan viva. La eternidad impregnaba cada una de mis moléculas. Las ondinas se enredaban en su armadura deteniendo sus pasos e impedían, feroces, que robara la inmortalidad prohibida a los hombres. Su caída me hizo salpicarle el rostro, y el contacto con su piel me estremeció.
Fue entonces cuando, al fin, la calma me convirtió en un límpido cristal y me hallé abrazando tu reflejo. Te encontré de rodillas, contemplando tu imagen sobre mi superficie. Y murmuraste mi nombre. Al rozar tu boca mi efímero existir, me sentí capaz de condensar cada una de las emociones contenidas en tu ausencia y, con el más intenso deseo, rogué al sol que me entregara tangible a tus manos. No hubo magia ni hechizos para volver a ti como una diosa. El ciclo se cerró, devolviéndome a mi naturaleza primigenia: solo agua y sentimiento. Una simple mujer.

Seleccionado para su publicación en la Antología del IV Concurso de Relato Corto “Plazuela de los Carros”, de la Asociación Cultural de Torralbilla (Zaragoza).


martes, 6 de octubre de 2015

Maestro de Lengua





Por la manera en que vienes hacia mí y, ante mi complaciente actitud, sé que acabarás mordiendo con voracidad desde mi cuello hasta mis labios. Contra la pared, so pretexto de no caer, adentras tus ágiles manos entre mis muslos, excitándome mediante suaves caricias. Sin aliento, y bajo tu atenta mirada, cabalgo como una amazona sobre tus caderas durante intensos minutos. En pleno estallido de placer, cedo al éxtasis de tus expertas embestidas. Tras el goce de nuestros cuerpos a compás, suplico una nueva lección para afianzar conceptos. Tú me susurras que cabe la posibilidad, en pro de un mejor aprendizaje, de repasar según qué preposiciones indecentes.


Seleccionado y publicado en la II Antología “La petite mort”, de Carpa de Sueños.