Allí sentado, en
aquella sala de espera de maternidad, me sentía el hombre más desafortunado del
mundo. Mi cara compungida debía contrastar bastante con la cara de expectación
y emoción que brillaba en el rostro de los presentes. Desde luego, no había
elegido el mejor día para contarle mis penas a Pablo. Me acababa de dejar mi
novia y él iba a ser padre. Tenía la sensación de que no pintaba nada allí,
pero había insistido en que lo acompañara. Siempre tenía tiempo para mí. Se lo
agradecí enormemente. Era mi mejor amigo, y yo necesitaba el desahogo que
supone sentirse escuchado. Y allí estaba él, en el momento más importante de su
vida, aguantando mis lamentos.
Era la segunda novia
que me dejaba en dos años. Lo cierto es que esta vez había dolido más. Estaba
completamente colado por sus huesos. Me preguntaba qué parte de mi relación con
ella no había terminado de funcionar. En el justo momento en que había decidido
poner un nuevo aliciente a nuestra vida en común proponiéndole matrimonio, un
simple “creo que no te quiero lo suficiente” había acabado con año y medio de
ilusiones y proyectos. Sabía que lo superaría antes o después, como la vez
anterior, pero en ese momento necesitaba sumergirme en mi propio sufrimiento.
Levanté los ojos y
contemplé en silencio a las personas que tenía alrededor. Absorto en mi propia
frustración, no me había dado cuenta de que la familia de Pablo había ido
llegando a la sala poco a poco. Eran caras familiares la mayoría; Pablo y yo
nos conocíamos desde que éramos niños. Estaban sus padres y su hermana mayor,
de la que había estado secretamente enamorado en mi adolescencia, y que ahora
estaba felizmente casada con un senegalés de dos metros de altura. Aún
recordaba la que se había formado en su casa el día que apareció de su viaje
por África con Satú, dispuesta a empezar una nueva vida con él. Por suerte para
todos la cosa había terminado bien.
La mujer de Pablo
estaba ya en el paritorio. Su hijo iba ser un niño precioso. Imposible que no
fuera así, teniendo en cuenta la belleza de su madre. Lo envidié cuando empezó
a salir con ella en nuestro último curso en la universidad. Todos los chicos nos
moríamos por aquella chica de pelo rubio y enormes ojos azules. Siempre había
sido un tipo con suerte.
En medio de mis
recuerdos, apareció la matrona informando de que todo había ido bien. Entre sus
brazos llevaba un arrullo con el que cubría al bebé. Pablo se levantó de un
salto y se dirigió a su hijo con una enorme sonrisa. Cuál fue nuestra sorpresa
cuando la enfermera desvió sus pasos y, con gran diligencia, colocó al recién
nacido en los brazos de Satú. En ese momento la mantita se abrió para dejar a
la vista al negrito más hermoso y saludable que jamás había visto. Nunca
olvidaré la cara de estupor de mi amigo.