lunes, 18 de febrero de 2019

Vida en paralelo



El puente de madera se mantuvo en pie mientras resistieron los sueños. La noche de diciembre en la que se partió por la mitad, ninguno de los dos había conseguido cruzar al otro lado y, mientras la estructura se hacía pedazos, calcularon la distancia que los separaba.
Habían aprendido a volar desde los acantilados cogidos de la mano, pero esta vez no hubo viento que los impulsara. No saltaron. El miedo a no poder regresar los paralizó. Algo se quemó dentro de ellos y arrasó los recuerdos, convirtiéndolos en jirones.
Cuando los besos desaparecieron tras la espesa nube de humo y las caricias se evaporaron de la piel, las astillas se incendiaron, dejándolo todo reducido a cenizas.
A veces, ella pronuncia su nombre mientras duerme, y su cuerpo tiembla aún intentando cerrar las heridas. Al despertar, el olvido la protege del dolor, pero no deja de preguntarse por qué los inviernos son tan largos.

lunes, 11 de febrero de 2019

El ejército rojo



La vida de mi hermana Martina cabía en un puñado de células. Las más rojas y brillantes que un cuerpo tan menudo como el suyo era capaz de crear. En cada inspiración arrastraba consigo todos sus sueños infantiles y los hacía rodar por interminables senderos que se dispersaban en su interior. El oxígeno viajaba a toda velocidad por una montaña rusa de color carmesí, y mantenía sus mejillas encendidas el mismo tiempo que duraba su risa. Pero, antes de que nuestro juego terminara, su piel volvía a palidecer y el escuadrón de hematíes se batía en retirada.
«Se han quedado sin escudos», decía nuestra madre mientras le inyectaba su dosis de hierro. Ella solo hacía pucheros, pero yo me estremecía con cada pinchazo. Por eso, al irnos a la cama, cambiaba el pulgar en su boca por la chimenea de mi locomotora. Confiaba en que aquella misión de contrabando fuera útil para sus soldados.
Funcionó. Un día aparecieron nuevos batallones ondeando la bandera encarnada.

jueves, 7 de febrero de 2019

Mi peor enemigo



El baúl de los juguetes está cada vez más vacío, pero no consigo verle el fondo. Es agotador estar todo el día tragando muñecos. Por cada peluche engullido, vomito una app y un piercing. Los juegos de mesa me hacen regurgitar una llantina existencial. Esta chica debería crecer más rápido, o me voy a tener que quedar a vivir aquí eternamente.
La culpa es de su mamá. La tengo ya calada. Cuando me despisto, siempre aparece con sus vasos de leche caliente y esos besos tiernos en la frente. Así es imposible que una Adolescencia bien entrenada como yo haga su trabajo. Esa mujer me odia. 


Seleccionado para la Antología «100 palabras para mamá», de El Libro Feroz Ediciones.

sábado, 2 de febrero de 2019

In memoriam





Vuelvo a estar delante del imponente edificio. Siento que de alguna manera mi historia termina en el lugar con más solera de esta ciudad. Observo en silencio el reloj de la fachada y, como si una mano invisible hiciera girar sus agujas a una época que no reconozco, regreso a un presente que me es ajeno. No consigo comprender por qué, sobre la puerta principal, unas letras me anuncian que ha dejado de ser la Facultad de Veterinaria. 
Aunque los naranjos de la entrada siguen impertérritos al paso del tiempo, todo parece haber cambiado en el interior, como si la pátina que cubre todo lo antiguo hubiera desaparecido con la pulcra capa de la modernidad. En este lugar que se erige como sede del Rectorado los ecos de ultratumba rebotan por las paredes de mosaico. Los que pasean ahora por la sólida construcción mudéjar no atinan a descifrar las extrañas cacofonías que se escuchan intramuros. Pero nadie se inquieta por tan singular fenómeno. Descubro que el ruido de los vivos ahoga cualquier vestigio del pasado en medio de la frenética actividad. 
Se ha disipado el olor a formol y desinfectante que ayer impregnaba las batas blancas en nuestro bullicioso ir y venir, aunque, al cerrar los ojos, puedo escuchar cómo chirrían las viejas puertas de madera de las aulas.
En el patio trasero un par de vacas, tan viejas como el establo, mugen resignadas al trasiego de alumnos inexpertos. Poco a poco, los familiares sonidos parecen retornar al espacio que siempre ocuparon. Al abrir los ojos el aire se percibe más espeso, y a la densa atmósfera se unen los golpes de unos cascos al trote sobre el mármol blanco. Como si uno de los jinetes del Apocalipsis hubiera perdido su montura, un caballo de sospechosa tonalidad deja ver su recio esqueleto bajo capas de lacerada musculatura. Tras él otro jamelgo, tan hinchado y verde como un gigantesco globo infantil, se lanza al galope desde el viejo Departamento de Anatomía. Nadie más parece verlos campar a sus anchas, aunque sus relinchos hacen menear la cabeza de ese bedel, que se sacude la extraña contaminación acústica abriendo los ventanales.
Un grupo de ranas, algo chamuscadas, huye del laboratorio de Fisiología. Las descabezadas saltan de lado a lado por la galería, bastante desorientadas, y en su croar acompañan a las que han quedado indultadas en un barreño.
Las ovejas, que tenían su aprisco en uno de los descampados del exterior, pastorean ahora en los jardines de un parque infantil surgido de la nada. Desde la ventana del primer piso puedo verlas en su ingravidez; igual que las descubren un puñado de chiquillos que corren tras ellas imitando sus balidos. Las madres se miran desconcertadas intentando entender el extraño juego de sus criaturas.
Camino intrigado por el corredor principal de la primera planta, donde un grupo de ancianos conversa animadamente. Ignoro qué hacen esos estudiantes que parecen haber envejecido allí mismo. Su manoteo al aire me resulta peculiar hasta que, al aproximarme, descubro el zumbido persistente de un ejército de moscas espectrales. Sonrío al comprobar que los minúsculos insectos alados, que consiguieron aparearse hasta el infinito en experimentos genéticos, han logrado salir de sus tarros y volar hacia la luz, aunque esta provenga del tímido haz que se filtra por los cristales.
Siguen aquí. Todos ellos. Se resisten a marchar, igual que mis recuerdos. Esos que por momentos empiezan a perderse en mi memoria. Ahora lo sé. Los espíritus olvidados de este lugar permanecemos impasibles al paso del tiempo. Aquí se quedaron prendidos mis sueños y las ilusiones que nunca llegué a cumplir. La vida a veces juega malas pasadas, pero los pensamientos de quienes compartieron conmigo mis mejores momentos, esos, siempre me permitirán regresar. Es el sino de los fantasmas. 

Finalista en el XII Certamen Internacional de Relato Breve sobre Vida Universitaria «Universidad de Córdoba».