jueves, 28 de julio de 2022

El latido de Jarapalos

 


El fuego es un monstruo que se antoja invencible. Tan sobrecogedor y violento que apenas puedes apartar la vista de él por miedo a ser devorado si bajas la guardia. Esperamos pacientemente a que la férrea voluntad humana consiga someterlo, sin apenas darnos cuenta de que la naturaleza, silenciosa y doliente, también boga a nuestro favor. Y, cuando al fin amanece, encuentras una herida abierta y descarnada que sabes que tardará en cicatrizar.

La impotencia escuece porque no éramos nosotros el único objetivo a salvar, también lo era nuestra sierra, con toda la riqueza y la vida que guardaba en su interior.

No nací en Alhaurín, pero pertenezco a esta tierra desde que mi historia se conectó a sus gentes y nuestra casa se hizo hogar. Es así como el corazón se acomoda y hace suyos los paisajes, y la luz y los sonidos cotidianos. Y así es como empecé a amar a un pueblo que duerme a la falda de un mar de pinos y encinas, y despierta cada día mirando al Mediterráneo desde su pico más alto.

Cuentan los más ancianos que estos días escucharon gemir al Jabalcuza mientras su hermano pequeño ardía, que se quebraba su interior de rabia y dolor al tiempo que lo hacían las entrañas de los alhaurinos de sangre y adopción. Porque todos nosotros anclamos mil veces nuestros pies a sus caminos y veredas, y llenamos nuestros pulmones de su aire fresco. Los niños aprendieron a contemplar desde la altura, y detuvimos allí el tiempo y las prisas. Y conocimos a los vecinos, en saludos matutinos de subidas y bajadas, mientras un puñado de cabras montesas, acostumbradas a nuestro trasiego, nos observaban risco arriba como guardianas impasibles.

Jarapalos se ha quemado, y nadie estaba preparado para este silencio gris, espeso y árido. El campo huele a piel tiznada de ceniza, a sudor tras la batalla, a lágrimas. Dicen quienes se han acercado a su linde que el suelo cruje inhóspito aunque vayas de puntillas, y que el viento sopla largos lamentos monte abajo reclamando auxilio.

Aún no sabe que desde aquí no hemos dejado de escuchar su latido, que acompañaremos con paciencia su renacer sin rozar su superficie herida, y que, cuando esté preparado para recibirnos, acudiremos para ayudarlo a resurgir y devolverle sus colores.

La historia de Jarapalos sobrevivirá a las estaciones, como siempre hizo, porque las mayores proezas de este planeta las escribimos entre todos.