viernes, 24 de agosto de 2018

La vida en lino y algodón





Tras las sábanas tendidas al sol, se dibujaba la ira de mi madre, mientras Manuela asistía divertida a la consecuencia de nuestras escapadas. Yo mantenía estoicamente el tipo, sabiéndola escondida, encaramada a nuestro árbol; y dejaba resbalar impertérrito los castigos, pues su compañía salvaje y vital me compensaba de cualquier cosa.
Delante de los mismos lienzos blancos, prendidos sobre los cordeles que ataron nuestros anhelos, se estamparon las sombras chinescas de nuestros primeros besos de juventud. Una promesa de amor eterno grabada en sus ojos y en el tronco donde ya dormían nuestros juegos.
Solo cuando alcancé a rozar sus sueños, sobre el hilo níveo de nuestra cama, supe lo que era sentir su alma para siempre. Y nuestros cuerpos se fundieron mil veces en esa verdad a gritos. Y el tiempo nos rindió a la madurez.
Nadie está preparado. Nunca. La muerte dejó caer la losa frente a mis pies y el velo de la noche más cruel tapó su rostro con aquella sábana helada. Solo ha quedado mi fantasma. Y mi hija. Y la ausencia de reprimendas de una madre, que hoy vuelven a mi memoria.