La
vida de mi hermana Martina cabía en un puñado de células. Las más rojas y
brillantes que un cuerpo tan menudo como el suyo era capaz de crear. En cada
inspiración arrastraba consigo todos sus sueños infantiles y los hacía rodar
por interminables senderos que se dispersaban en su interior. El oxígeno
viajaba a toda velocidad por una montaña rusa de color carmesí, y mantenía sus
mejillas encendidas el mismo tiempo que duraba su risa. Pero, antes de que
nuestro juego terminara, su piel volvía a palidecer y el escuadrón de hematíes
se batía en retirada.
«Se
han quedado sin escudos», decía nuestra madre mientras le inyectaba su dosis de
hierro. Ella solo hacía pucheros, pero yo me estremecía con cada pinchazo. Por
eso, al irnos a la cama, cambiaba el pulgar en su boca por la chimenea de mi
locomotora. Confiaba en que aquella misión de contrabando fuera útil para sus
soldados.
Funcionó.
Un día aparecieron nuevos batallones ondeando la bandera encarnada.
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