lunes, 11 de febrero de 2019

El ejército rojo



La vida de mi hermana Martina cabía en un puñado de células. Las más rojas y brillantes que un cuerpo tan menudo como el suyo era capaz de crear. En cada inspiración arrastraba consigo todos sus sueños infantiles y los hacía rodar por interminables senderos que se dispersaban en su interior. El oxígeno viajaba a toda velocidad por una montaña rusa de color carmesí, y mantenía sus mejillas encendidas el mismo tiempo que duraba su risa. Pero, antes de que nuestro juego terminara, su piel volvía a palidecer y el escuadrón de hematíes se batía en retirada.
«Se han quedado sin escudos», decía nuestra madre mientras le inyectaba su dosis de hierro. Ella solo hacía pucheros, pero yo me estremecía con cada pinchazo. Por eso, al irnos a la cama, cambiaba el pulgar en su boca por la chimenea de mi locomotora. Confiaba en que aquella misión de contrabando fuera útil para sus soldados.
Funcionó. Un día aparecieron nuevos batallones ondeando la bandera encarnada.

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