sábado, 2 de febrero de 2019

In memoriam





Vuelvo a estar delante del imponente edificio. Siento que de alguna manera mi historia termina en el lugar con más solera de esta ciudad. Observo en silencio el reloj de la fachada y, como si una mano invisible hiciera girar sus agujas a una época que no reconozco, regreso a un presente que me es ajeno. No consigo comprender por qué, sobre la puerta principal, unas letras me anuncian que ha dejado de ser la Facultad de Veterinaria. 
Aunque los naranjos de la entrada siguen impertérritos al paso del tiempo, todo parece haber cambiado en el interior, como si la pátina que cubre todo lo antiguo hubiera desaparecido con la pulcra capa de la modernidad. En este lugar que se erige como sede del Rectorado los ecos de ultratumba rebotan por las paredes de mosaico. Los que pasean ahora por la sólida construcción mudéjar no atinan a descifrar las extrañas cacofonías que se escuchan intramuros. Pero nadie se inquieta por tan singular fenómeno. Descubro que el ruido de los vivos ahoga cualquier vestigio del pasado en medio de la frenética actividad. 
Se ha disipado el olor a formol y desinfectante que ayer impregnaba las batas blancas en nuestro bullicioso ir y venir, aunque, al cerrar los ojos, puedo escuchar cómo chirrían las viejas puertas de madera de las aulas.
En el patio trasero un par de vacas, tan viejas como el establo, mugen resignadas al trasiego de alumnos inexpertos. Poco a poco, los familiares sonidos parecen retornar al espacio que siempre ocuparon. Al abrir los ojos el aire se percibe más espeso, y a la densa atmósfera se unen los golpes de unos cascos al trote sobre el mármol blanco. Como si uno de los jinetes del Apocalipsis hubiera perdido su montura, un caballo de sospechosa tonalidad deja ver su recio esqueleto bajo capas de lacerada musculatura. Tras él otro jamelgo, tan hinchado y verde como un gigantesco globo infantil, se lanza al galope desde el viejo Departamento de Anatomía. Nadie más parece verlos campar a sus anchas, aunque sus relinchos hacen menear la cabeza de ese bedel, que se sacude la extraña contaminación acústica abriendo los ventanales.
Un grupo de ranas, algo chamuscadas, huye del laboratorio de Fisiología. Las descabezadas saltan de lado a lado por la galería, bastante desorientadas, y en su croar acompañan a las que han quedado indultadas en un barreño.
Las ovejas, que tenían su aprisco en uno de los descampados del exterior, pastorean ahora en los jardines de un parque infantil surgido de la nada. Desde la ventana del primer piso puedo verlas en su ingravidez; igual que las descubren un puñado de chiquillos que corren tras ellas imitando sus balidos. Las madres se miran desconcertadas intentando entender el extraño juego de sus criaturas.
Camino intrigado por el corredor principal de la primera planta, donde un grupo de ancianos conversa animadamente. Ignoro qué hacen esos estudiantes que parecen haber envejecido allí mismo. Su manoteo al aire me resulta peculiar hasta que, al aproximarme, descubro el zumbido persistente de un ejército de moscas espectrales. Sonrío al comprobar que los minúsculos insectos alados, que consiguieron aparearse hasta el infinito en experimentos genéticos, han logrado salir de sus tarros y volar hacia la luz, aunque esta provenga del tímido haz que se filtra por los cristales.
Siguen aquí. Todos ellos. Se resisten a marchar, igual que mis recuerdos. Esos que por momentos empiezan a perderse en mi memoria. Ahora lo sé. Los espíritus olvidados de este lugar permanecemos impasibles al paso del tiempo. Aquí se quedaron prendidos mis sueños y las ilusiones que nunca llegué a cumplir. La vida a veces juega malas pasadas, pero los pensamientos de quienes compartieron conmigo mis mejores momentos, esos, siempre me permitirán regresar. Es el sino de los fantasmas. 

Finalista en el XII Certamen Internacional de Relato Breve sobre Vida Universitaria «Universidad de Córdoba».

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