¡En guardia!
Algo en su interior
estaba a punto de explotar. Al menos esa era la sensación que la invadía
durante los últimos días. Nada conseguía serenar aquel impulso irrefrenable de
gritar, de golpear, de maldecir el aire que respiraba. Era la única manera de
no dejar caer sus pensamientos en la nostalgia y no añorar, hasta el dolor, un
pasado que difícilmente regresaría. Esos eran sus demonios. El tiempo le robaba
los deseos de estar en otro lugar y en otra vida. Cruzó la sala ya preparada,
con el arma en la mano y el rostro cubierto por la careta. Se sintió protegida
de la mirada interrogante del maestro, acostumbrado a verla aparecer con las
zapatillas sin anudar y el peto medio desabrochado. Solo deseaba empezar cuanto
antes, y lo esperó en guardia. Entonces, toda la rabia acumulada se expandió
desde su brazo hasta los dedos que sujetaban la empuñadura del florete,
haciendo vibrar su filo. Emprendió la marcha hacia su contrincante, dibujando
en el aire movimientos poco certeros. Había olvidado que en el arte de la lucha
las emociones han de retenerse en el borde mismo de la piel. Pero el instante
la venció y su desconcentración se hizo patente.
Lección de esgrima
El
profesor de esgrima la encontró tan salvaje en la marcha, que detuvo el combate
para cambiar sus armas. Le entregó una espada, más pesada, pero que intuía más
ajustada a la carga que sostenía en aquel instante el alma de su alumna. La
misma que siempre aparecía fuera del horario establecido, al libre albedrío de sus
impulsos y de su propio reloj. La que hoy había cruzado la sala, con paso
sigiloso, y se había presentado frente a él, protegiendo algo más que el rostro
tras la careta. Si sus movimientos desordenados pretendían magullar aún más sus
extremidades, al menos seguirían las reglas del juego. Sostuvo sus embates tendenciosos
con diestras estocadas y, cada vez que la punta abotonada tocaba el torso, la
chica parecía revolverse aún más enfadada. Difícilmente aquel duelo iba a
llegar a alguna parte. Volvió a colocarse en guardia, y avanzó hacia ella
frenando sus pasos. Podía intuirla más allá de sus intenciones; de sobra la
conocía. La espada experta la hizo retroceder y, en un último intento por
evitar que el arma llegara a tocar sus piernas, cayó al suelo. Él sabía que
ocurriría.
¡Touché!
Alargó su mano para recuperar la espada,
pero él ya se había acercado lo suficiente para impedírselo. Inclinado junto a
ella, retirada la protección de su rostro, esperaba que ella hiciera lo mismo.
Agotada y con la respiración agitada, dejó su mirada al descubierto, como
precio a la derrota que acababa de sufrir. Demasiado cansada para huir de
aquella situación, observaba al hombre que la había dejado en ese estado de
desconcierto. Era obvio que no pensaba dejarla ir tan fácilmente, a juzgar por
las preguntas que flotaban delante de sus ojos y que esperaban una respuesta.
Lo vio por primera vez después de infinitas clases, y se preguntó cuándo había
empezado a ser tan transparente. Tal vez las armas ya habían hablado lo suficiente.