Vine
al mundo junto a una vid, una tarde de cosecha. Mi padre me dio un apellido de
rancio abolengo, y mi madre unos ojos verdes como aquella fruta que recogían
los temporeros. Crecí llena de virtud, vigilada por institutrices que me educaron
para mantenerme firme en el cortejo, cuando mi cuerpo candoroso se transformó
en el objeto de las miradas de atrevidos caballeros. Mientras mi pudor esperaba
paciente la recompensa del amor verdadero, mis mejillas se arrebolaban al paso
de los jóvenes braceros que trabajaban el viñedo. Madre entendió mis
inquietudes y me entregó la receta para sosegar mi agitación. Me preparaba para
mi paseo diario un racimo de uvas frescas y un pedazo de queso y, como
anunciando el secreto de un hechizo, me susurraba: "Saben a beso".
No
probé jamás manjar más sabroso, y durante mucho tiempo deleité mi paladar con
tan acertado sustituto. Pero quiso el destino que una tarde de verano olvidara
las viandas y me tropezara con el hijo del capataz. No narraré lo que entonces
aconteció, mas confieso que aquel día se
quedó sobre la mesa de la cocina, además de mi merienda, la mentira piadosa de mi madre.
Ganador del I Concurso
de Microrrelatos de Ojos Verdes Ediciones