En
el principio de los tiempos estaba ella, inspirando cada pincelada de luz.
Minúsculos instantes de naranja al amanecer, que se transformaban en rojo al
calor de las confidencias. Él se desposeía de cada partícula de sí mismo, y le
entregaba fantasía en sus cuadros. Aquellos sueños, proyectados en sus obras,
eran el vínculo indeleble de su amor. Ella podía leerle en los trazos de su
fragilidad y en los tonos difuminados de sus miedos.
Pero
los brillantes colores de su talento rompieron los vidrios de las ventanas, y
volaron más allá de su pequeño universo. El mundo también se prendó de sus
creaciones y quiso devorar las emociones dormidas en su paleta. La fortuna fue
una tentación para su ego, y cada halago robó una caricia. La multitud lo elevó
tan alto que apenas podía escucharla.
Cuando el peso de la soledad
despertó la nostalgia, fue a buscarla para enseñarle su última pintura: la
tristeza gris de su alma en un autorretrato. Demasiado tarde. Donde todos
contemplaban la intimidad del autor, ella solo veía la imagen de la vanidad. Él
se había vuelto invisible.