Finalista en el V Concurso de Microrrelatos Manuel J. Peláez
Yo, Ernesto Valenzuela, hombre serio y cabal por parte de padre,
me dejé embaucar como un niño por una chiquilla de pueblo. Enamorado de los
usos y costumbres de ciertos lugares con encanto, me aventuré a indagar en las
leyendas que acontecían en los frondosos parajes de Villaperdida del Campo.
Encandilado con el peculiar entorno, me fui a topar, en medio de
una vereda, con la más aburrida de las nietas de la aldea. Una jovencita de
pelo bravío y torneadas curvas, sometida al castigo de un impuesto veraneo
rural. Sin más entretenimiento que mi persona, andaba zascandileando todas las
mañanas, observando mis movimientos, hasta que, finalmente, enterada por otros
de mis intereses de cuajado erudito, me salió al paso con una historia del todo
inusual.
Por boca de su abuela y lengua del diablo, me vino a relatar la
extraña costumbre de las mujeres del lugar de reunirse en aquelarre las noches
de luna llena junto al estanque de los juncos. Sin nada que perder, y movido
por la curiosidad, me dispuse a asistir, sin invitación previa, a tal
acontecimiento. Mas, después de un buen rato de espera, no vi trajín alguno por
la zona indicada; tan solo un chapoteo en el agua me descubrió, bajo la
claridad más indecente, el cuerpo desnudo de la muchacha, que me sonreía con
absoluto descaro.
No me pregunten si fue el influjo de la luna o los calores de la
noche, pero, sin saber cómo, perdí la cabeza y el pudor entre los brazos de esa
fiera. Allí, ni meigas, ni calderos, ni hechizos. Me había engañado. La muy
bruja.