Tras
las sábanas tendidas al sol, se dibujaba la ira de mi madre, mientras Manuela
asistía divertida a la consecuencia de nuestras escapadas. Yo mantenía
estoicamente el tipo, sabiéndola escondida, encaramada a nuestro árbol; y
dejaba resbalar impertérrito los castigos, pues su compañía salvaje y vital me
compensaba de cualquier cosa.
Delante
de los mismos lienzos blancos, prendidos sobre los cordeles que ataron nuestros
anhelos, se estamparon las sombras chinescas de nuestros primeros besos de
juventud. Una promesa de amor eterno grabada en sus ojos y en el tronco donde
ya dormían nuestros juegos.
Solo
cuando alcancé a rozar sus sueños, sobre el hilo níveo de nuestra cama, supe lo
que era sentir su alma para siempre. Y nuestros cuerpos se fundieron mil veces
en esa verdad a gritos. Y el tiempo nos rindió a la madurez.
Nadie
está preparado. Nunca. La muerte dejó caer la losa frente a mis pies y el velo
de la noche más cruel tapó su rostro con aquella sábana helada. Solo ha quedado
mi fantasma. Y mi hija. Y la ausencia de reprimendas de una madre, que hoy
vuelven a mi memoria.