Un globo azul trataba de esquivar la multitud sobre la acera. Finalmente consiguió doblar la primera esquina y, tras él, en una inesperada carrera multicolor, le fueron siguiendo tres globos rojos, dos naranjas y uno morado. La chica estaba sentada en uno de los bancos de la plaza, en la parte trasera de la catedral, y observaba sorprendida cómo aquel colorido grupo ascendía vertiginosamente en dirección al cielo. Pensó que tal vez era una señal. El preámbulo de un día emocionante y feliz. No importaba si él llegaba algo tarde a la cita. Estaba segura de que aparecería.
Treinta minutos después miró el reloj para comprobar la hora. El retraso había devorado el tiempo cortés de espera y empezaba a tragarse una tras otra sus expectativas. Volvió a contemplar el azul de aquella soleada mañana y observó que ya no quedaba ni rastro de esos falsos mensajeros de colores. Debía haberle pedido el teléfono cuando la besó la noche anterior. Pero simplemente habían quedado en volverse a ver justo en aquel lugar.
Mientras cruzaba la plaza de regreso a casa, ensimismada en su propia decepción, no llegó a percatarse de la gente que se arremolinaba una calle más abajo. Quizás, si lo hubiera hecho, habría podido descubrir a aquel chico malherido y aún en el suelo junto a su bici, maldiciendo al vendedor de globos que se había cruzado en su camino.