El viejo Matías es el guardián del
camposanto. Cuando lo llaman enterrador, menea la cabeza y mira con
displicencia. Solo él sabe que poner a los muertos bajo tierra es un quehacer
pequeño comparado con la tarea de convertir ese lugar sagrado en un hogar.
Desde la verja de la entrada, el
cementerio parece un pueblo blanco de serranía. Las paredes encaladas y la
claridad marmórea de las lápidas han decolorado los ojos azules del anciano, en
los que asoma el delicado velo de una incipiente ceguera. Ahora es la luz del
día la que le lleva por los senderos empedrados de níveos cantos.
Al acabar la jornada, va en busca de su
Carmen. Descansa bajo el jazmín que plantó junto a su tumba. Agosto le regala
sombra y el aroma de unas flores que le conducen a su lado. Allí se sienta y le
cuenta a media voz que añora sus pies descalzos empapados de espuma de mar y su
sonrisa perlada vestida de acento andaluz. Le confiesa que está impaciente por
volver a estar con ella y, aunque sabe que bajo aquella losa solo quedan sus
huesos de nieve, aún siente cada tarde las caricias silenciosas de sus manos
morenas.