#HistoriasDePioneras
Cuanto más alto es capaz el ser humano de levantar el vuelo, más cerca está de convertirse en un dios. Sin embargo, desde aquí arriba el mundo adquiere otra perspectiva, y nadie desearía tener en sus manos ese poder.
Me alejo de la frenética actividad del puerto a tantos metros como me permite la altura de esta grúa. Vistos desde aquí, los contenedores de mercancía se asemejan a un «tetris» de piezas ligeras que deben encajar.
A estas horas los muelles parecen un hormiguero, un ejército de operarios perfectamente estructurado. Las hormigas no son cualquier insecto. Trabajan sumando esfuerzos para sobrevivir; por eso cada tarea está planificada minuciosamente. A pesar de todo, en ocasiones acude a mi mente la imagen de un niño dejando caer un ladrillo sobre una fila negra y concurrida, y entiendo el significado del caos. Pero, mientras ellas son esclavas del azar, nosotros hemos aprendido a controlarlo.
Esa certeza es la que hace que disfrute de mi trabajo, y me recuerda que todo el esfuerzo realizado hasta alcanzar las nubes de la costa ha merecido la pena. Ya no importa que en el camino de regreso a casa haya algún «zángano» molestando. Siempre sonrío al pensar que el hormiguero funciona como un matriarcado. Esa es mi suerte: ser la primera mujer estibadora de este puerto.
Mi nombre es Carmen. Así se llamaba la madre de mi abuela, de la que heredé un lunar en la mejilla y la mirada siempre puesta en el horizonte.
Fueron muchas las veces que mi bisabuela pisó este lugar, y no le faltaron ocasiones para zascandilear por la zona observando el trajín incesante del desembarco de mercancías. Cuentan las antiguas voces de la familia que fue precisamente en uno de esos atraques donde conoció al amor de su vida.
Nada dicen de si mi bisabuela fue feliz ya de casada, cuando los hijos llegaron y las labores propias del hogar la anclaron a otro puerto, tierra adentro.
Cierta mañana de abril, hace tanto tiempo como mareas se han sucedido en un siglo, fondeó en estos muelles un buque de línea regular de la Compañía Trasatlántica Española. Las expertas negociaciones del capataz con la naviera hicieron que se asignaran los trabajos a la colla de mi bisabuelo.
Con la premura del encargo de aquel día, los diez hombres se afanaban en las tareas de estibar los pesados cajones. Veinte manos hábiles que seguían una rutina perfectamente hilvanada. Pero hay costuras que, si no llevan buenas puntadas, terminan por romperse. Quizás el exceso de confianza, o el no revisar los elementos de izado, fueran la causa de que, debiendo acometer las maniobras desde una gabarra para agilizar el embarque, una de las eslingas se partiera y el peso de aquella carga oscilando sobre el mar aplastara, al caer, el brazo del bisabuelo.
En el hospital debieron de menear la cabeza con pocas esperanzas cuando vieron el destrozo, y allí mismo se dejó su extremidad izquierda y el futuro de su familia. Supongo que nadie está preparado para algo así. Pero, cuando la tormenta arrecia, solo hay dos opciones: ceder al embate de las olas y naufragar, o plegar las velas y presentar batalla.
Carmen era una mujer con muchos arrestos y, mientras bregaba con sus quehaceres y con la rabia de su mala suerte, no le quitaba ojo a los muelles. Así fue que, sin ingresos en casa, se presentó en el puerto ataviada con indumentaria masculina a reclamarle al capataz el trabajo de su marido. No debió ser fácil doblegar la férrea negativa de los portuarios ante tan absurda petición, pero, si hay algo que se hereda de una generación a otra en las mujeres de mi linaje, es la persistencia. Tal habilidad pudo con los estibadores, que cedieron a tenerla entre ellos, si bien la liberaron de cargar pesos y otros trabajos físicos.
Durante largo tiempo, la estibadora cumplió con encargos menores, e hizo las veces de «aguaora». Pero a nadie le fue ajeno que, entre una faena y otra, se detenía frente a las cadenas y ganchos, y repasaba despacio los elementos de izado que dormían a la intemperie. Muchas cuerdas, e incluso los nuevos cables de fabricación inglesa que llegaban a los muelles de carga, pasaban por su disimulado examen. Su valiosa actividad se convirtió en una garantía de protección para sus compañeros, que con una mirada sabían qué equipos habían de descartar.
Pasados unos años, Carmen «la vigía» se convirtió en su ángel de la guarda, y la huella de la estibadora quedó impresa en las retinas de quienes estuvieron compartiendo sus faenas y, desde entonces, ninguno de ellos volvió a jugarse la vida sin antes echar un vistazo a los arreos al empezar la faena.
Desde mi atalaya de metal vuelvo a poner los ojos sobre el puerto. El tiempo ha colocado una pátina de progreso sobre el muelle, y apenas queda nada del paisaje que se dibujaba en este lugar en el pasado.
De
la fotografía en sepia que me acompaña en cada maniobra solo se adivina el azul
de un mismo mar ondeando en la costa. Pero ni los barcos que recalaron en este
punto del planeta ni los rostros de esta imagen son ya los mismos. Solo la
sonrisa difusa de una mujer, camuflada entre el grupo de hombres, se mantiene
intacta con los años, tal vez porque me reconozco en ella. La vida y el trabajo
se unen de manera indisoluble cuando encuentras tu lugar, como pequeñas piezas
de un engranaje que hace funcionar el mundo. Desde la palabra amable que cruzas
con alguien al empezar la jornada, a la precisión con la que mueves los hilos
de una carga.
Y,
si alguna vez el peligro viene a buscarme desde barcos que bien pudieran
parecer fantasmas, ya cuento con mis propios espíritus: esos que me soplan en
la nuca para recordarme de lo que soy capaz.