El
fuego es un monstruo que se antoja invencible. Tan sobrecogedor y violento que
apenas puedes apartar la vista de él por miedo a ser devorado si bajas la
guardia. Esperamos pacientemente a que la férrea voluntad humana consiga
someterlo, sin apenas darnos cuenta de que la naturaleza, silenciosa y
doliente, también boga a nuestro favor. Y, cuando al fin amanece, encuentras
una herida abierta y descarnada que sabes que tardará en cicatrizar.
La
impotencia escuece porque no éramos nosotros el único objetivo a salvar,
también lo era nuestra sierra, con toda la riqueza y la vida que guardaba en su
interior.
No
nací en Alhaurín, pero pertenezco a esta tierra desde que mi historia se
conectó a sus gentes y nuestra casa se hizo hogar. Es así como el corazón se
acomoda y hace suyos los paisajes, y la luz y los sonidos cotidianos. Y así es
como empecé a amar a un pueblo que duerme a la falda de un mar de pinos y
encinas, y despierta cada día mirando al Mediterráneo desde su pico más alto.
Cuentan
los más ancianos que estos días escucharon gemir al Jabalcuza mientras su
hermano pequeño ardía, que se quebraba su interior de rabia y dolor al tiempo
que lo hacían las entrañas de los alhaurinos de sangre y adopción. Porque todos
nosotros anclamos mil veces nuestros pies a sus caminos y veredas, y llenamos
nuestros pulmones de su aire fresco. Los niños aprendieron a contemplar desde
la altura, y detuvimos allí el tiempo y las prisas. Y conocimos a los vecinos,
en saludos matutinos de subidas y bajadas, mientras un puñado de cabras
montesas, acostumbradas a nuestro trasiego, nos observaban risco arriba como
guardianas impasibles.
Jarapalos
se ha quemado, y nadie estaba preparado para este silencio gris, espeso y
árido. El campo huele a piel tiznada de ceniza, a sudor tras la batalla, a
lágrimas. Dicen quienes se han acercado a su linde que el suelo cruje inhóspito
aunque vayas de puntillas, y que el viento sopla largos lamentos monte abajo
reclamando auxilio.
Aún
no sabe que desde aquí no hemos dejado de escuchar su latido, que acompañaremos
con paciencia su renacer sin rozar su superficie herida, y que, cuando esté
preparado para recibirnos, acudiremos para ayudarlo a resurgir y devolverle sus
colores.
La
historia de Jarapalos sobrevivirá a las estaciones, como siempre hizo, porque
las mayores proezas de este planeta las escribimos entre todos.