El globo
rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera. Finalmente consiguió
doblar la primera esquina y, tras él, en una inesperada carrera multicolor, le
fueron siguiendo tres globos azules, dos naranjas, otro morado... Elena estaba
sentada en uno de los bancos de la plaza, en la parte trasera de la catedral, y
observaba sorprendida cómo aquel colorido grupo ascendía vertiginosamente en
dirección al cielo. Pensó que tal vez aquello era una señal. El preámbulo de un
día emocionante y feliz. No importaba si él llegaba algo tarde a la cita.
Estaba segura de que aparecería.
Martín y ella tenían
muchas cosas de las que hablar. Millones de palabras que habían mantenido en
silencio durante los últimos dos años. Dos años compartiendo horas de oficina,
proyectos interminables e infinitos cafés. Demasiado lejos de la vida real. Al
menos eso pensaba ella. Hasta el día anterior. Aún no entendía cómo no se había
dado cuenta de que en aquellas pequeñas confidencias, diluidas en la rutina del
trabajo, había entregado algo más que su tiempo. Tal vez ese viernes la reunión
estaba condenada a ser un desastre, y el agotamiento, al final del día, la
arrastró hasta su sonrisa reconfortante. No había previsto, en el escaso margen
de un cruce de miradas y un viaje en ascensor, que acabaría derritiéndose en su
boca antes de llegar a la puerta de salida. Por eso estaba allí, a escasas
horas de aquel beso, esperando que él apareciera.
—Una
cita de verdad en un contexto diferente —le había susurrado al despedirse.
Pero
ahora Elena dudaba de que él la hubiera oído. Miró el reloj para comprobar la
hora. El retraso había devorado el tiempo cortés de espera, y empezaba a
tragarse una a una las expectativas de la chica. Lo conocía lo bastante bien
como para aceptar tamaña impuntualidad como una opción posible. Volvió a mirar
hacia el azul de aquella soleada mañana, y observó que ya no quedaba ni rastro
de aquellos falsos mensajeros de colores. Pensó que se habían evaporado, al
igual que sus ilusiones. Entendió que aquel era el momento de regresar a casa.
Mientras
cruzaba la plaza, ensimismada en su propia decepción, no llegó a percatarse de
la multitud que seguía arremolinada una calle más abajo. Tal vez, si lo hubiera
hecho, hubiera podido descubrir a Martín, malherido y aún en el suelo junto a
su moto, maldiciendo a aquel vendedor de globos que se había cruzado en su
camino.
De la frase de El Cuentacuentos:
"El globo rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera".