La
dejaron en el rincón más oscuro del desván hecha un ovillo, con un desgarrón en
el pecho y la promesa de volver a por ella. En aquel hogar, al otro lado del
puente, las horas se hicieron días, y los días estaciones. Nadie sospechó que
el tiempo consumiría las costuras de su cuerpo y dejaría a la intemperie su
interior. Las arañas del abandono tejieron sus telas entre los pliegues del
vestido, y ese fino velo que acompaña a las cosas olvidadas casi la hizo
desaparecer por completo. Abajo se escuchaban risas infantiles, los ecos de un
mundo que ya no la incluía. La vida continuó devorando los inviernos, esos que
empaparon de humedad sus pies de trapo; y las marcas que dejaron fueron tan
profundas, que ni siquiera los rayos de sol que se filtraban por el tragaluz
fueron capaces de secarlas.
Pero
un día, cuando los recuerdos despertaron las nostalgias del pasado, unas manos
familiares la recogieron de entre las sombras. Remendaron sus jirones y
recompusieron su naturaleza. Y, aunque regresaron las palabras de afecto y calentaron
sus noches, hubieron de volver a coser sus heridas con puntadas de fino hilo,
una y otra vez. Nunca más la desterraron, pero ella jamás consiguió ser
la misma.