No me viste marchar. Era el sol quien, a
escondidas, espiaba mis paseos por la playa cuando tú no mirabas. Acarició mi
piel durante largas horas, y yo me dejé querer. Ignoraba cuán ardiente podía
ser su abrazo en las tardes de verano. El calor evaporó de mi cuerpo miles de
gotas y, finalmente, derritió mi asombrado espíritu sobre las olas del mar. Sé
que me buscaste sin descanso, pero te fue imposible seguir mi rastro. Me volví
invisible y salada, y durante mucho tiempo me entregué resignada al vaivén de
las mareas.
A veces, la resaca era demasiado fuerte y me
estrellaba contra los acantilados. Aprendí a ceder al oleaje, pero mi indómita
naturaleza se rebelaba formando remolinos sobre la superficie. Finalmente, cesó
la resistencia y quedé completamente diluida. Mientras empapaba los salientes
rocosos, fui testigo del naufragio de las naves más imponentes. Cantos
hipnóticos inundaban el aire y hacían saltar a los marineros por la borda en
busca de extrañas melodías. Creí verte entre los humanos de piel tostada que
sucumbían sin recelo al reclamo de aquellas voces. Deseé en secreto mutar en
una de esas diosas marinas, cazadoras de almas, para ser de nuevo el objeto de
una mirada hechizada; pero no eras tú, y me resigné a mostrarme como un simple
puñado de lágrimas.
Cansada de mi suerte, regresaba cada estío a la
costa, añorando mi forma anterior, y burbujeaba impotente e irritada por tan
injusto destino. Supe que aún seguía bajo el influjo de mi impasible verdugo
cuando, atrapada por la intensidad de su fuego, me elevó en una húmeda ráfaga
de vapor. No estaba preparada para ser una nube, pero, cuando tienes todo el
cielo para flotar, es fácil acostumbrarse a la libertad. Llegué tan alto que
las corrientes de aire me arrastraron sin control, y de este modo descubrí que
viajar demasiado rápido me producía vértigo. No me importó, porque para
entonces ya sabía que la velocidad me volvía más liviana y blanca, y me
acercaba un poco más al astro que había transformado mi esencia.
Había empezado a olvidar que una vez pertenecí a tu
mundo y eras tú quien me hacía volar. Me cobijé bajo otros rayos, que
proyectaban mi enorme contorno sobre los campos; yo crecía impulsada por su
luz, y él difuminaba mi sombra en el crepúsculo. Al desaparecer con la noche,
la tristeza me invadía y me tornaba gris y pequeña. Esperaba impaciente los
minúsculos guiños que me dejaba sobre la luna, como un padre protector. Odiaba
los días sombríos del otoño, en los que las señales se perdían al amanecer.
Confundida, iba a buscar el abrigo de otros nimbos, en tan irascible estado que
era imposible no ver el resplandor de mis propios relámpagos.
La tarde del eclipse dormitaba en cielo raso. Una
fría ventisca me atravesó y me hizo descender. Aquella inmensa luna se había
interpuesto entre el sol y yo, robándole sus últimos vestigios de luz. Entonces
descubrí la criatura que planeaba sobre su escoba. Su embrujo dominaba el
tiempo y convocaba a su estirpe al aquelarre. En el claro del bosque que se
abría bajo mi etérea silueta, vislumbré el oscuro ritual que tenía lugar en una
alfombra de hojas secas. Las brujas perpetuaban su especie cabalgando sobre
fuertes vikingos, que yacían encadenados al efecto de sus pociones. El brillo
de sus ojos reflejaba que el deleite recibido bien valía el sacrificio de pagar
con sus vidas.
La reminiscencia de antiguos placeres me devolvió
el deseo de tus caricias y me arrancó una fragilidad olvidada. Me sentí tan
vulnerable, que mi interior se rompió en gruesas gotas de lluvia y me dejó
expuesta a los gélidos vientos que iban en dirección a las montañas. Un brusco
soplo invernal me fue deshaciendo en pequeños copos que me depositaron lentamente
sobre una ladera. Me quedé petrificada e inmóvil, atrapada en la nívea
espesura. Aquel no era un buen lugar para pasar el invierno: la soledad siempre
termina congelando hasta los pensamientos más pequeños.
Nada podría romper el brillante fragmento de hielo
en el que me había convertido; nada, salvo las aspas del veloz carruaje que me
hizo añicos. El trineo de la Dama de las Nieves me lanzó sobre su capa, y ese
manto empapado de tundra que la cubría, me tornó escarcha. En el silencio del
trayecto percibí su anhelo voraz de calor humano, y la acompañé en su oscuro
peregrinar en busca de incautos viajeros; expertos montañeros que, al cruzarse
con el espíritu más hermoso, paralizaban sus pies y entregaban decididos su
voluntad a cambio de un beso. Un regalo que todos ansiaban obtener y que se
transformaba en una astilla helada capaz de atravesar el corazón.
Así fue como el más ardiente de los hombres se
desplomó congelado junto a mí, y su ya tenue aliento me trajo el recuerdo de
tus labios. Desperté de mi letargo. Su última exhalación me deshizo en apenas
un capilar de fluido transparente, que goteó pendiente abajo. Una enorme
telaraña líquida unió sus hilos a mi camino, acelerando el recorrido y, sin
apenas darme cuenta, entré en el frenético descenso de una cascada de deshielo.
La travesía fue una carrera a ciegas, un éxodo desde la cima hasta el centro de
la tierra. Me filtraba por profundas grietas, en continuos giros, horadando
espacios imposibles. Mi estado no cambió, pero extrañé ese oxígeno que solía llenar
mis pulmones cuando era humana. Al fin pude intuir el tibio suelo que me cubría
y viré mi rumbo hacia el exterior.
Abstraída del tiempo y la distancia, me reclamó la
claridad. Mansa y limpia, broté en el centro de un manantial. Los verdes se
expandían borrosos a través de mis ondulaciones, las mismas que dibujaban los
guijarros lanzados por las ninfas que custodiaban el lugar. Nadie osaba
acercarse al frescor que emanaba de mi nueva morada. Ellas dormitaban sobre los
helechos hasta que, con el equinoccio, llegó la visita que esperaban: un jinete
que cada primavera se dejaba el último aliento para beber el mágico elixir de
la fuente. Solo entonces entendí por qué me sentía tan viva. La eternidad
impregnaba cada una de mis moléculas. Las ondinas se enredaban en su armadura
deteniendo sus pasos e impedían, feroces, que robara la inmortalidad prohibida
a los hombres. Su caída me hizo salpicarle el rostro, y el contacto con su piel
me estremeció.
Fue entonces cuando, al fin, la calma me convirtió
en un límpido cristal y me hallé abrazando tu reflejo. Te encontré de rodillas,
contemplando tu imagen sobre mi superficie. Y murmuraste mi nombre. Al rozar tu
boca mi efímero existir, me sentí capaz de condensar cada una de las emociones
contenidas en tu ausencia y, con el más intenso deseo, rogué al sol que me
entregara tangible a tus manos. No hubo magia ni hechizos para volver a ti como
una diosa. El ciclo se cerró, devolviéndome a mi naturaleza primigenia: solo
agua y sentimiento. Una simple mujer.
Seleccionado para su
publicación en la Antología
del IV Concurso de Relato Corto “Plazuela de los Carros”, de la Asociación Cultural
de Torralbilla (Zaragoza).