Relato ganador del IV Premio Literario de Cuento Corto “Madrid Sky”, de la Asociación “Primaduroverales, Grupo de Escritores”.
No acostumbro a entrar si no hay clientes. Así puedo pasear tranquila por la tienda mientras el propietario atiende a los otros compradores. Escuchar el murmullo de su voz en la distancia me permite moverme sin el sobresalto de descubrir el reflejo de su ojo de cristal destellando en cualquier vitrina.
En medio de la penumbra observo los extraños objetos expuestos en los estantes: pirámides de tres lados, minerales pulidos, pequeños frascos llenos de turbios contenidos. Nada reclama mi atención de manera especial. Sin embargo, estoy segura de que el impulso que me ha conducido hasta este lugar tiene una razón de ser; lo percibo en el aroma a incienso que lo llena todo. Una atmósfera hipnótica me anuda las muñecas con unas cuerdas invisibles que me retienen. Echo un vistazo a mi alrededor; todos parecen seguros de lo que desean adquirir.
En una esquina, descubro una mujer que suspira mientras escoge un filtro de amor. Los lamentos por su soltería rebotan como un eco por las paredes y se quedan prendidos en las costuras de su rancia vestimenta.
Un anciano de cabellos blancos discute con el dueño. Se queja de que las velas que le despacha son de tan mala calidad que ni la mecha se presta a arder. El hombre lo mira con el lento parpadeo de su único ojo y, con paciencia infinita, enciende una cerilla frente al cliente descontento hasta prender el pábilo de una vela. El viejo se acerca desconfiado a la luz. La llama oscila iluminando su rostro cerúleo y amenaza con quemar la fina telaraña de su barba. Duda. Blasfema. Y, finalmente, se aleja dejando una estela de palabras malhumoradas que caen sobre los libros de hechizos.
Nadie parece inmutarse por el alboroto. Cada cual deambula abstraído en su propia búsqueda. Solo el tintineo inesperado de unas campanillas en la puerta rompe ese halo de indiferencia.
Es Miguel. No logro entender cómo mi esposo me ha localizado. Parece que no se ha percatado de mi presencia, pues, al hallar al dueño del establecimiento, ha caminado hacia la trastienda. Ahora sé que no es a mí a quien busca.
Está distinto. Unas sombras bajo los ojos le oscurecen el gesto, y esas arrugas que desconocía han dibujado un mapa diferente en su rostro. Pero son sus manos, esas que tan bien conozco, las que delatan que algo no va bien. Están enrojecidas por la presión con la que mantiene sus puños cerrados. Me pregunto si su crispación tiene que ver con nuestra última discusión. Escoger un nombre para el bebé no debería habernos enfrentado, le dije que lo hablaríamos al llegar a casa. A casa…
No recuerdo por qué estoy aquí. De repente hay demasiado silencio. Las imágenes acuden a mi memoria en sacudidas: la lluvia en los cristales del coche, nuestras voces enfadadas, el vacío bajo las ruedas. Y esa extraña luz. La mirada huérfana del tuerto restalla como un látigo en mis pensamientos.
—¡Tiempo! —le grito al fin—. ¡Eso es lo que he venido a buscar! ¡Necesito más tiempo para vivir a su lado! ¡Para tener a nuestro hijo!
El hombre, con el semblante triste, me hace una señal para que le siga.
La pequeña habitación me es familiar. Miguel llora como cada vez que nos reunimos. Hoy tampoco podrá verme.
―Han pasado ya tres meses ―anuncia el mediador—. ¿Listos para despediros?
―Necesito más tiempo ―pronunciamos ambos a la vez.
―Hola, amor ―murmura él para sí con voz serena―. Tal vez mañana.
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