Mi
vida era normal hasta que un buen día escuché hablar a uno de los leones
rampantes del escudo familiar. No sé bien si fue a causa del vino que me
empapaba el gaznate o por efecto del calor que el fuego de aquella chimenea irradiaba
por el enorme salón, pero lo cierto es que, recuperado del estupor inicial, oí
con total nitidez rugir a la bestia. Me escupió a la cara la deshonra que mi
persona causaba a nuestro linaje, acusándome de la desmesura con la que había
dilapidado la fortuna familiar.
Quise
ignorar la reprimenda de semejante alucinación, pero un gruñido aún más fiero
me heló la sangre, obligándome a recular por la estancia. El animal me tachaba
de holgazán y vividor, términos que aceptaba sin rechistar, pues razón no le faltaba;
mas me ofendió sobremanera que atacara mi proceder para con el servicio, ya que,
si bien me demoraba en el pago a las doncellas, las compensaba convenientemente
con otro tipo de favores que parecían satisfacerlas por completo. En esta
justificación me hallaba, cuando los muros del castillo retumbaron por la ira
del felino inquisidor.
No
fue hasta que mi visión me ordenó abrazar un camino de rectitud y decoro,
buscando un trabajo de provecho, cuando vi amenazada de muerte mi placentera
existencia; y entonces tomé la espada de una vieja armadura y me dispuse a
silenciar semejante despropósito con una certera estocada sobre aquel enemigo
feroz.
Pero
cuán pavoroso fue descubrir que, tras aquel escudo de armas, se escondía en
realidad el fantasma del antepasado más respetado y temido de nuestra familia. Allí
mismo se desvanecieron mi valor y hombría, porque ya se sabe que el león no es
tan fiero como lo pintan, pero la tía Eduvigis... ¡Ay!, eso es harina de otro
costal.