No importa el tiempo
transcurrido, sean minutos o siglos. Las emociones van y vienen creando nuevas
historias que hacen girar el mundo. Como un pasado olvidado que siempre
regresa. Con otro rostro y otros paisajes.
California, 2010.
Carol se sentó en los
escalones del cenador. Se quitó los zapatos para aliviar sus pies doloridos. No
había parado de bailar en toda la tarde. Aquel instante de soledad y silencio
le hizo volver a la tierra después de varias horas subida en una nube. Había
sido un día feliz. Ahora era la esposa de Tom, y él le había regalado el
momento que siempre había soñado, una promesa de amor bajo el viejo roble de la
colina.
Su padre había sido
muy generoso aceptando de buen grado aquel cambio de planes de última hora,
sobre todo después de haber invitado al enlace a medio Estado. Sonrió al
recordar la sorpresa de los invitados que se encontraron celebrando una boda a
la que no habían asistido. Explicar que había sido una ceremonia íntima, por
expreso deseo de los novios, no había sido tan complicado como mantenerlos
entretenidos hasta la hora de los aperitivos. Pero la fiesta había seguido su
curso y, horas después, el jardín
continuaba lleno de gente que charlaba en las mesas o bailaba al ritmo de la
música.
Por un instante tuvo
la sensación de estar contemplando un paisaje ajeno a ella. Como cuando era
niña y observaba, a través de la ventana de su cuarto, las fiestas que se
celebraban en la hacienda. El jardín, que siempre estaba tranquilo y
silencioso, se transformaba en un alboroto de risas y conversaciones cruzadas y,
al llegar la noche, decenas de faroles lo iluminaban todo y envolvían aquella
imagen en un resplandor casi mágico. Esta vez la fiesta era para ella. Quería
saborear cada segundo y dejarlo grabado en su memoria.
Por primera vez en
todo el día se preguntó cómo habría sido compartir aquel acontecimiento con su
madre. Tal vez era simple curiosidad, en realidad no tenía ningún sentimiento
al respecto. No podía percibir las sensaciones que le producía su ausencia
porque carecía de recuerdos. Posiblemente, si ella no hubiera muerto, su vida
sería completamente diferente. Aquel lugar no hubiera formado parte de su vida
de la misma manera.
Imaginó que el
sentimiento era muy diferente para su padre. Él debía haber pensado mucho en
ella en un día como el de hoy. No solía hablar mucho de sus emociones, y cuando, en momentos especiales, la traía a
su memoria, Carol podía descubrir que aún le brillaban los ojos con su
recuerdo. Tenía que haberla amado mucho. No debía haber mucha gente capaz de
amar así, incluso después de la muerte. Lo que estaba claro es que nunca
dejaría de echarla de menos. Bien era cierto que, años después, otras mujeres
habían pasado por su vida. Robert Saint-James seguía siendo un hombre joven y
disponible, pero aquellas relaciones nunca se consolidaban, para regocijo de su
adolescente y egoísta hija, que sentía que aquellas mujeres lo apartaban de él.