lunes, 8 de noviembre de 2010

Reserva del 53 (3ª parte)

     


No importa el tiempo transcurrido, sean minutos o siglos. Las emociones van y vienen creando nuevas historias que hacen girar el mundo. Como un pasado olvidado que siempre regresa. Con otro rostro y otros paisajes.


California, 2010.

Carol se sentó en los escalones del cenador. Se quitó los zapatos para aliviar sus pies doloridos. No había parado de bailar en toda la tarde. Aquel instante de soledad y silencio le hizo volver a la tierra después de varias horas subida en una nube. Había sido un día feliz. Ahora era la esposa de Tom, y él le había regalado el momento que siempre había soñado, una promesa de amor bajo el viejo roble de la colina.

Su padre había sido muy generoso aceptando de buen grado aquel cambio de planes de última hora, sobre todo después de haber invitado al enlace a medio Estado. Sonrió al recordar la sorpresa de los invitados que se encontraron celebrando una boda a la que no habían asistido. Explicar que había sido una ceremonia íntima, por expreso deseo de los novios, no había sido tan complicado como mantenerlos entretenidos hasta la hora de los aperitivos. Pero la fiesta había seguido su curso y,  horas después, el jardín continuaba lleno de gente que charlaba en las mesas o bailaba al ritmo de la música.

Por un instante tuvo la sensación de estar contemplando un paisaje ajeno a ella. Como cuando era niña y observaba, a través de la ventana de su cuarto, las fiestas que se celebraban en la hacienda. El jardín, que siempre estaba tranquilo y silencioso, se transformaba en un alboroto de risas y conversaciones cruzadas y, al llegar la noche, decenas de faroles lo iluminaban todo y envolvían aquella imagen en un resplandor casi mágico. Esta vez la fiesta era para ella. Quería saborear cada segundo y dejarlo grabado en su memoria.

Por primera vez en todo el día se preguntó cómo habría sido compartir aquel acontecimiento con su madre. Tal vez era simple curiosidad, en realidad no tenía ningún sentimiento al respecto. No podía percibir las sensaciones que le producía su ausencia porque carecía de recuerdos. Posiblemente, si ella no hubiera muerto, su vida sería completamente diferente. Aquel lugar no hubiera formado parte de su vida de la misma manera.

Imaginó que el sentimiento era muy diferente para su padre. Él debía haber pensado mucho en ella en un día como el de hoy. No solía hablar mucho de sus emociones,  y cuando, en momentos especiales, la traía a su memoria, Carol podía descubrir que aún le brillaban los ojos con su recuerdo. Tenía que haberla amado mucho. No debía haber mucha gente capaz de amar así, incluso después de la muerte. Lo que estaba claro es que nunca dejaría de echarla de menos. Bien era cierto que, años después, otras mujeres habían pasado por su vida. Robert Saint-James seguía siendo un hombre joven y disponible, pero aquellas relaciones nunca se consolidaban, para regocijo de su adolescente y egoísta hija, que sentía que aquellas mujeres lo apartaban de él.


Descubrir lo que significaba ser independiente le abrió los ojos y la hizo más tolerante, pero su padre no había encontrado aún a nadie con quien compartir su vida. Se debía haber sentido muy solo en muchas ocasiones. Carol deseó que, al menos en los malos momentos, hubiera percibido cuánto le quería y hubiera recibido todo el afecto de los que le rodeaban. Si había algo de lo que los Saint- James se sintieran orgullosos era de formar parte de una familia fuerte y unida.

Carol se sobresaltó al escuchar una voz familiar junto a ella.
—Vaya, primita. Te veo de lo más seria. ¿Se puede saber en qué estabas pensando? —Un joven, de tez morena, se sentó a su lado—. ¿No te estarás arrepintiendo ya de lo que has hecho?
—¡Hola, Matt! —saludó ella sonriendo. Se alegraba mucho de verlo. Adoraba al mayor de sus primos. Durante sus primeros años en Los Ángeles él había sido su ángel protector y el único miembro de la familia, además de ella, que había decidido quedarse a trabajar allí.
—Precisamente pensaba en ti; bueno, en todos vosotros. Me ha encantado que nos hayamos reunido aquí, como hacíamos antes en verano.
—Bueno, señorita; teniendo en cuenta que has decidido dar el “sí, quiero” pasando de todos nosotros, no sé si creerte —contestó sonriendo—. Has de saber que la abuela y tu padre se han vuelto del revés explicando al personal congregado por qué no ha habido un casamiento como Dios manda. Porque… te has casado, ¿no? —dijo Matt, enarcando mucho las cejas—. Si no fuera porque tu flamante esposo está por ahí dando vueltas, hubiera sospechado lo contrario.
Carol soltó una carcajada.
—¡No tienes remedio, Matt! ¡Claro que me he casado!—. Ella le mostraba el anillo en su dedo.
—Le hubiera dado una buena paliza a Tom, de lo contrario —dijo él,  pellizcando cariñosamente la nariz de la chica—.  Nadie juega con mi prima preferida.
—Soy la única prima que tienes, caradura ―respondió, poniendo los ojos en blanco.
Los dos rieron a carcajadas. Matt hizo ademán de marcharse.
—Tengo que dejarte, preciosa. La abuela está algo cansada y me ha pedido que la acompañe a su cuarto.
—¿Está bien? —preguntó, preocupada.
—Perfectamente. Las emociones del día la han fatigado un poco, eso es todo.

Carol podía ver desde allí a la anciana, sentada en una silla y apoyada sobre su bastón. Estaba muy guapa con aquel vestido de seda color azul oscuro. Pensó en lo mucho que la quería y en cuánto la echaba de menos desde que vivía en Los Ángeles. Ella había sido la única madre que había conocido. Con la abuela Sofía nunca le había faltado el calor maternal que había necesitado siendo una niña. Siempre había encontrado su abrazo cuando iba en su busca,  y había hecho de ella una persona disciplinada y cariñosa. Con el transcurso de los años, y echando la vista atrás, Carol se daba cuenta de cuánto bien había hecho en su vida. Su padre había dejado en las manos de la abuela aquella pequeña parte a la que él no podía llegar, y se había convertido en la única referencia femenina para ella. Carol se alegraba de haber podido disfrutar juntas de ese día.

Matt se volvió, cuando apenas había andado unos metros.
—Por cierto,  Carol, ¿dónde se ha metido Gabriel? No lo he visto en todo el día.
Matt debió ver algo en la expresión de Carol que lo hizo arrepentirse de inmediato de haber hecho aquella pregunta.
—Vaya, lo siento. He sido un estúpido. Debí imaginar que quizás no era oportuno que… —parecía no saber muy bien qué decir.
—No pasa nada, Matt. Estaba invitado a la boda y ha preferido no venir. —Ella se encogió de hombros—. Comprendo que haya actuado así, aunque, francamente, hubiera deseado que las cosas terminaran de otra manera.
—Bueno, supongo que era previsible. Esa relación vuestra estaba condenada al fracaso —dijo con convencimiento.
—Siempre fuimos muy buenos amigos. Esperaba que…
—Esperabas mal, Carol —le interrumpió él—. Ese chico estaba loco por ti. Se pasaba los veranos siguiendo tus pasos embelesado, y todos hemos sido testigo de vuestros devaneos. Si bien las cosas entre vosotros cambiaron en los últimos tiempos, y lo convertisteis en una particular amistad, ha quedado demostrado que él seguía colado por tus huesos.
—Eso es justo lo que me dijo ayer.
—Pues bonito momento para confesártelo.
—No hemos tenido oportunidad de hablar de ello desde que anuncié mi boda.
—Eso también es propio de ti —dijo, riendo.
—¿Sabes, querida Carol? —Él levantó la barbilla de ella con su mano para mirarla a los ojos—. Alguien debió decirte hace tiempo que la amistad entre un hombre y una mujer, al nivel en que os encontrabais, no termina nunca bien.
—Lo sé, el abuelo ya me lo había advertido. Pero he tenido que comprobarlo por mí misma. Ojalá Gaby pueda perdonarme alguna vez.
—Conociéndolo, ya lo habrá hecho, primita. ¡Venga,
 anímate! —Matt salió en busca de la abuela—. ¡Es el día de tu boda! —gritó, alejándose.

Carol observó cómo ambos se dirigían hacia la casa. La abuela parecía verdaderamente cansada. Pensó que los últimos meses habían pasado por encima de ella de una forma demoledora. La muerte del abuelo le había dejado los ojos apagados, y ya no sonreía igual. Un sentimiento de tristeza hizo aflorar las lágrimas en sus ojos. Hubiera deseado tanto que el abuelo Peter estuviera allí… Ni siquiera había podido decirle que iba a casarse. Al menos pudo conocer a Tom el verano anterior. Para ella era importante que su abuelo conociera al hombre que había dado un vuelco a su vida.

Su abuelo, Peter Saint-James, había sido el hombre más interesante que jamás había conocido. Cuando era niña le encantaba escuchar las historias de su vida en Chile, de su llegada a Real Montealto, de cómo conoció a la abuela. Él le había regalado su primer violín. Le gustaba salir a pasear de su mano por el viñedo y le mostraba los racimos preparados para la cosecha. Con él aprendió a distinguir los distintos tipos de uvas, las diferentes cepas, y le enseñó cada palmo de esa tierra. En sus infinitas escapadas al campo le descubrió los lugares más frescos para pasar las tardes de verano, y los resguardados del viento en las frías mañanas del invierno. El tiempo que pasaban juntos disfrutaban jugando e inventando mil aventuras que hacían de la enorme casa un lugar repleto de posibilidades. Aquel hombre llenaba un enorme espacio en su vida y, cuando su padre o la abuela se enfadaban con ella, solía hacer de mediador quitándole hierro al asunto.

Siempre había sido especial con todos sus nietos, pero Carol sabía que ella había sido siempre su adorada nieta. Ni siquiera cuando dejó la escuela elemental de Napa para irse interna a una escuela secundaria en San Francisco se sintió lejos de su abuelo. Él se encargaba de recogerla puntualmente cada viernes para llevarla a Real Montealto. El tiempo, inevitablemente, había hecho que aquella relación  se fuera transformando en algo mucho más pausado, y el que Carol creciera, redujo los momentos que compartían juntos. Sin embargo, siempre que entraba en conflicto consigo misma, acudía en busca de su consejo. Sabía que él ponía más sensatez en sus palabras que su padre, quien, a fuerza de intentar protegerla, a veces se volvía inaccesible.

Carol pensaba en lo que Matt le acababa decir sobre la amistad y recordó una conversación, años atrás, en las que el abuelo había hecho mención a esas mismas palabras. Tenía dieciocho años e iba a empezar la universidad. Aquel verano tenía la cabeza hecha un lío. Como cada junio,  se había vuelto a encontrar con Gabriel, pero, para entonces, su relación de amistad había dado un giro inesperado.

Ahora, además de compartir las confidencias de lo ocurrido durante el año, compartían besos y caricias furtivas a escondidas de la gente de la casa. Le quería muchísimo, pero no sabía si aquella nueva situación iba a terminar rompiendo su amistad. Básicamente, porque Carol sentía que quería descubrir aún muchas cosas fuera de aquel entorno donde había girado toda su vida. Hacía tiempo habían hablado de ir juntos a la universidad, pero ahora que eran más que amigos se sentía, en cierto modo, atrapada. Pasar juntos los meses de verano no era igual que ir a San Francisco como pareja.

—¿Qué es lo que temes exactamente, cariño? —le había preguntado el abuelo aquella tarde.
—No sé, abuelo. Quiero a Gabriel, pero me asusta pensar que no lo he conocido más allá de este lugar. No sé cómo van a ser las cosas si llegamos a la universidad y descubro que hay más mundo además de él y de nuestra relación. Su amistad siempre me ha hecho muy feliz. ¿Y si luego no funciona? Temo perderlo definitivamente. Tal vez debimos dejar esos sentimientos a un lado.
—Carol —el abuelo le cogió la mano fuerte como hacía cuando era pequeña—, no puedes dejar que el miedo a perder la amistad con Gabriel te impida hacer lo que deseas. Quizás es pronto aún para saber qué va a salir de esta historia que os traéis entre los dos y que tiene a tu padre medio loco —dijo, sonriendo—, pero todavía puedes hablar con Gabriel y contarle cuáles son tus inquietudes.
—Pero —Carol no parecía muy convencida—, si le digo que no estoy segura de seguir con esto, voy a herirlo. No quiero que piense que no lo tomo en serio. Yo solo quiero que todo sea como antes.
—¡Ay, querida! —suspiró con fuerza—,  la amistad entre un hombre y una mujer solo funciona si ambas partes tiene claras cuáles y cómo son sus afectos. Si uno de los dos aspira a algo más, entonces el desastre está asegurado. Vas a tener que arriesgarte, Carol ―afirmó, mirándola a los ojos―. La vida es un puzzle con mil piezas que debes ir encajando. Solo tú puedes decidir si Gabriel va a ser una pieza que encaje en ese puzzle o no.
—¿Cómo supiste que la abuela era la mujer de tu vida?
—En cuanto me di cuenta que no me importaba dejar mis proyectos y el lugar que más amaba, si eso significaba poder estar con ella. —El hombre parecía tener la mirada perdida en algún momento del pasado.
—¿Tendré que dejar mis sueños atrás para saber que estoy con el hombre adecuado?
—Eres muy joven, Carol. Aún tienes mucho tiempo por delante para descubrirlo. Pero recuerda que será la vida la que te haga elegir, nunca esa persona. Renunciar a los sueños porque alguien te lo pida significa que ese alguien no te ama lo suficiente.

Entonces no lo sabía, pero el destino iba a hacer que la solución a su dilema viniera en forma de una oferta para estudiar música en Los Ángeles. Cuando su padre le dio la oportunidad de decidir, Carol no lo dudó. Tal vez aquello iba a poner distancia en sus sentimientos llenos de dudas e iba a mantener en punto muerto su amistad con Gabriel. Dejó que él pensara que aquello era un plan perpetrado por su padre. De aquella manera él no sabría que ella había elegido no irse con él a San Francisco.

Sin embargo, ninguno de los dos había sido capaz de perder el contacto durante los siguientes años. Habían hecho sus respectivas vidas uno al margen del otro, pero las frecuentes llamadas y mails los mantenían unidos en la distancia. Carol tenía la sensación de haber recuperado de nuevo su amistad. Los veranos continuaban siendo un punto de encuentro cada año, y seguían compartiendo algunos momentos de risas y confidencias, aunque ambos habían aprendido a respetar sus respectivos espacios. Durante ese tiempo los dos habían mantenido algunas relaciones intensas pero poco fructíferas, y al final siempre se tenían el uno al otro para desahogar sus penas, aunque fuera vía móvil. En aquellos momentos ella pensaba que nada ni nadie podía tocar, ni de lejos, su inquebrantable amistad. Pero “nadie” tenía un nombre: Thomas Sandler.

Carol daba clases de música en la escuela elemental de Sunhill en el centro de Los Ángeles. Cuando conoció a Thomas en persona, hacía tiempo que lo admiraba. Él era compositor, y el director de orquesta más joven del Estado de California. Su imagen aparecía en multitud de publicaciones que ella acostumbraba a leer. Carol solía pensar que, si no fuera por su fobia a las audiciones, hubiera podido llegar a ser un violín de primera bajo sus órdenes. Cuando lo vio por primera vez, ambos viajaban en un vagón de metro y ella lo reconoció de inmediato. Le bastó cruzar su mirada para saber que aquel hombre tenía algo especial.

La presentación oficial no vino hasta un mes después. Ambos asistían a un congreso en la universidad sobre nuevas tecnologías instrumentales. Él era uno de los conferenciantes. Aquel chico alto y rubio tenía la capacidad de atrapar a la gente cuando hablaba,  y el gran don de hacerlo extensivo hasta su música cuando cogía una batuta. Conectaron enseguida. Empezaron a verse de vez en cuando en círculos comunes de la universidad, que se convirtieron en encuentros amistosos donde ambos se buscaban siempre que tenían la oportunidad. Carol disfrutaba mucho de su compañía. Tom era un hombre inteligente con el que se podía hablar de cualquier cosa.

No tardaron mucho en salir con más frecuencia, y eso propició que pronto compartieran sus experiencias sobre anteriores relaciones. Carol  pensó que, a sus ojos, debía parecer una loca deseando encontrar a toda costa alguien de quien enamorarse. Tenía la sensación de que él, en cambio, se limitaba a dejar que las cosas sucedieran por sí solas y saborear con tranquilidad cada momento que le tocaba vivir. Pese a todo, tenía la corazonada de que sus sueños y sus proyectos tenían el mismo denominador común: la música. Eso era algo que los hacía vibrar por igual.

Cuando estaban a solas, solía pedirle que tocara para él. Ella adoraba regalarle las notas de su violín porque, en su interior, sabía que era capaz de ver más allá de los sonidos que salían de aquel instrumento. A veces, cuando ella alzaba la vista en plena representación, descubría que él la miraba de un modo que nadie antes lo había hecho. Aquel hombre era capaz de desnudarle el alma. Transcurrieron un par de meses hasta que ella dejó que le desnudara también el cuerpo. Fue revelador caer en la cuenta de que estar junto a él la hacía sentirse capaz de comerse el mundo. Y por primera vez, sintió miedo de que saliera de su vida como había entrado, sin darse cuenta. Ni siquiera sabía si aquella situación los llevaba a alguna parte.

La mañana que amanecieron juntos lo encontró ya despierto, mirándola en silencio.
—Estás preciosa cuando duermes —dijo, besándola suavemente en los labios—. ¿Puedo hacerte una pregunta, Carol? —Parecía dudar.
Ella asintió con la cabeza.
—Ese chico amigo tuyo del que hablas tanto, Gabriel, ¿es gay?
—¿Gay? —Estaba alucinando. No sabía si reír o molestarse—. No, no lo es. ¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, solo intentaba entender vuestra relación. Hablas mucho de él. Teniendo en cuenta que no nos hemos visto nunca y que conozco su vida y milagros —dijo, volviendo la mirada al techo—, tenía la secreta esperanza de que podía ser ese tipo de amistad.
—Pues te aseguro que no lo es.
—¿Significa eso que hubo algo entre vosotros?
Ella lo miraba sin comprender.
Entonces, él se incorporó en la cama para mirarla a los ojos.
—Nunca lo incluiste entre tus anteriores relaciones cuando me hablaste de ellas.

Carol pensó que aquello era cierto. Pero no lo había hecho adrede. Simplemente había prevalecido el sentimiento de amistad sobre cualquier otro. Estaba sorprendida de que Gabriel hubiera salido a relucir justo en aquel momento.
—¿Acaso importa?
—Necesito saber quién es mi competidor en este momento —dijo, bajando la voz.
—¿Competir para qué? —preguntó—. Dios mío ―pensó Carol—, necesito escuchárselo decir…
—Por ti, preciosa. —Se acercó más a ella, casi en un susurro—. Necesito saber a quién debo sacar de tu cabeza para que seas entera para mí.

Un pensamiento fugaz le iluminó los ojos. Tom debía saber de inmediato que él era el hombre con el que ella deseaba estar. Y,  si había algo que le hacía dudar,  lo iba a resolver de inmediato. Se levantó de un salto y le sonrió.
—La semana que viene tenía previsto ir al valle de Napa a ver a mi familia. Comienza la cosecha y este verano no he aparecido por allí. —Lo miró con ojos suplicantes—. Dime que vendrás conmigo.

Carol no había regresado a la hacienda desde las pasadas Navidades. Volver allí con Tom le resultaba muy extraño. Nunca había llevado a nadie allí en calidad de pareja. Sabía que él entendería que esa era su manera de mostrarle su pasado, el lugar de donde venía. Y sobre todo, el lugar de donde venían sus temores. Pensó que sería buena idea que Tom conociera a Gabriel. Tal vez no era un lugar neutral para que aquello ocurriera, pero sabía que su amigo estaría allí. Jamás había faltado a la vendimia.

Era  final de septiembre,  y el viñedo se encontraba en su mejor momento. El campo estaba lleno de colorido, cubierto de rojos y amarillos intensos. Las vides, enredadas unas con otras por sus enormes pámpanos y vencidas por los racimos de uvas listos para ser recogidos. Carol experimentaba en el estómago la agradable sensación que produce volver a casa.

Ella ya sabía que Tom sabría ganarse a su familia. Tenía ese don de gentes que siempre le había cautivado; que congeniara con Gabriel era harina de otro costal. Por suerte, la oportunidad de que se conocieran vino por sí sola, en las reuniones previas a los preparativos de la cosecha. Gabriel ya sabía de la nueva pareja de Carol;  ella misma le había hablado de él. Cualquiera que no conociera a aquellos hombres hubiera visto en aquel estrechamiento de manos un halo de cordialidad. Pero Carol los conocía. A ambos. La mirada que cruzaron, en apenas un segundo, no le pasó desapercibida y sintió una punzada en el corazón. Lejos de mantener la distancia,  los dos hombres parecían estudiarse el uno al otro.

Aquella noche, después de la cena, Carol y Tom salieron a dar un paseo. Llegaron hasta el roble de la colina. Ella deseaba enseñarle aquel lugar. Sin duda el más especial del valle. Él se mantenía en silencio, apoyado en el tronco del enorme árbol.
—Ese chico sigue enamorado de ti, Carol ―dijo al fin―. Creo que no ha sido buena idea venir hasta aquí.
—Puede ser. —Ella se colocó frente a él, buscando sus ojos—. Tal vez no he querido verlo, empeñada en conservar nuestra amistad. Pero no soy tan tonta como para no haberme dado cuenta de que intentar que os conocierais y  fuerais amigos ha sido una estupidez.
—¡Maldita sea, Carol! Me tienes perdidamente enamorado. ¿Es que no lo ves? Has puesto mi vida patas arriba,  y no puedo imaginar pasar ni un segundo lejos de ti —dijo acariciándole las mejillas―. Pero la presencia de ese chico hace que me sienta perdido. No comprendo vuestra relación; hablas de ti, hablas de él, pero no sé si alguna vez hubo algún “vosotros”. Si al menos conociera a qué me enfrento o contra qué tengo que luchar, sabría cuáles son mis posibilidades.

Carol había recibido aquel torrente de palabras con el corazón abierto de par en par,  y por primera vez sintió el miedo de Tom a perderla. Amaba profundamente a aquel hombre.
—Te quiero —dijo con firmeza—. Te quiero más que a nada en el mundo —le dijo, abrazándolo con fuerza―. En mi vida no hay nada más que un “nosotros”, y necesito pensar que siempre será así. Me alejaré de Gabriel, si es lo que necesitas para estar seguro de lo que siento. —Estaba dispuesta a cualquier cosa por no perderlo.
—Nunca te pediría que hicieras eso, Carol. Yo nunca te haría elegir. Me importas demasiado para no dejar tu libertad intacta. Me basta con saber que tú me amas a mí.
Ella sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Él no la haría elegir. Sería la vida la que marcaría el camino a seguir.

El aire fresco de la tarde la hizo volver al presente. Los recuerdos la habían hecho estremecer. Carol se colocó de nuevo los zapatos y emprendió el camino de regreso hacia la mesa donde su padre charlaba animadamente con Tom. Era curioso cómo aquellos hombres tan diferentes habían conectado tan bien. Un amante de la viticultura y un enamorado de la música. Se preguntó cómo encajarían los vinos y las partituras en sus conversaciones.

—Cariño —su padre se levantó para abrazarla—, te estábamos esperando. Esto es para ti.
Sobre la mesa había una botella sin descorchar, de grueso cristal verde. Ella miró a su padre con mirada interrogante.
—¿No la reconoces?
Entonces se acordó. Aquella botella era de la cosecha del cincuenta y tres. El primer vino que se envasó en Real Montealto. Tom la miraba, adivinando cómo se sentía en aquel momento.
—El abuelo tenía reservada estas botellas para acontecimientos importantes de la familia. Quería que esta se abriera el día de tu boda.
—No estaréis pensando en hacer ese brindis si mí. ―La abuela se acercaba, agarrada al brazo de Matt—. No me perdería volver a beber ese vino por nada del mundo ―dijo, sonriendo.

De repente, Carol cayó en la cuenta de qué era lo que tenían todas aquellas personas en común y que antes no había sabido ver: su amor por ella en el pasado y en el presente.
Miró a Tom, que no la había perdido de vista ni un instante.

—¿Y por qué no —pensó Carol, completamente feliz― también en el futuro?

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