No importa el tiempo
transcurrido, sean minutos o siglos. Las emociones van y vienen creando nuevas
historias que hacen girar el mundo. Como un pasado olvidado que siempre
regresa. Con otro rostro y otros paisajes.
California, 2010.
Carol se sentó en los
escalones del cenador. Se quitó los zapatos para aliviar sus pies doloridos. No
había parado de bailar en toda la tarde. Aquel instante de soledad y silencio
le hizo volver a la tierra después de varias horas subida en una nube. Había
sido un día feliz. Ahora era la esposa de Tom, y él le había regalado el
momento que siempre había soñado, una promesa de amor bajo el viejo roble de la
colina.
Su padre había sido
muy generoso aceptando de buen grado aquel cambio de planes de última hora,
sobre todo después de haber invitado al enlace a medio Estado. Sonrió al
recordar la sorpresa de los invitados que se encontraron celebrando una boda a
la que no habían asistido. Explicar que había sido una ceremonia íntima, por
expreso deseo de los novios, no había sido tan complicado como mantenerlos
entretenidos hasta la hora de los aperitivos. Pero la fiesta había seguido su
curso y, horas después, el jardín
continuaba lleno de gente que charlaba en las mesas o bailaba al ritmo de la
música.
Por un instante tuvo
la sensación de estar contemplando un paisaje ajeno a ella. Como cuando era
niña y observaba, a través de la ventana de su cuarto, las fiestas que se
celebraban en la hacienda. El jardín, que siempre estaba tranquilo y
silencioso, se transformaba en un alboroto de risas y conversaciones cruzadas y,
al llegar la noche, decenas de faroles lo iluminaban todo y envolvían aquella
imagen en un resplandor casi mágico. Esta vez la fiesta era para ella. Quería
saborear cada segundo y dejarlo grabado en su memoria.
Por primera vez en
todo el día se preguntó cómo habría sido compartir aquel acontecimiento con su
madre. Tal vez era simple curiosidad, en realidad no tenía ningún sentimiento
al respecto. No podía percibir las sensaciones que le producía su ausencia
porque carecía de recuerdos. Posiblemente, si ella no hubiera muerto, su vida
sería completamente diferente. Aquel lugar no hubiera formado parte de su vida
de la misma manera.
Imaginó que el
sentimiento era muy diferente para su padre. Él debía haber pensado mucho en
ella en un día como el de hoy. No solía hablar mucho de sus emociones, y cuando, en momentos especiales, la traía a
su memoria, Carol podía descubrir que aún le brillaban los ojos con su
recuerdo. Tenía que haberla amado mucho. No debía haber mucha gente capaz de
amar así, incluso después de la muerte. Lo que estaba claro es que nunca
dejaría de echarla de menos. Bien era cierto que, años después, otras mujeres
habían pasado por su vida. Robert Saint-James seguía siendo un hombre joven y
disponible, pero aquellas relaciones nunca se consolidaban, para regocijo de su
adolescente y egoísta hija, que sentía que aquellas mujeres lo apartaban de él.
Descubrir lo que
significaba ser independiente le abrió los ojos y la hizo más tolerante, pero
su padre no había encontrado aún a nadie con quien compartir su vida. Se debía
haber sentido muy solo en muchas ocasiones. Carol deseó que, al menos en los
malos momentos, hubiera percibido cuánto le quería y hubiera recibido todo el
afecto de los que le rodeaban. Si había algo de lo que los Saint- James se
sintieran orgullosos era de formar parte de una familia fuerte y unida.
Carol se sobresaltó al
escuchar una voz familiar junto a ella.
—Vaya, primita. Te veo
de lo más seria. ¿Se puede saber en qué estabas pensando? —Un joven, de tez
morena, se sentó a su lado—. ¿No te estarás arrepintiendo ya de lo que has
hecho?
—¡Hola, Matt! —saludó
ella sonriendo. Se alegraba mucho de verlo. Adoraba al mayor de sus primos.
Durante sus primeros años en Los Ángeles él había sido su ángel protector y el
único miembro de la familia, además de ella, que había decidido quedarse a
trabajar allí.
—Precisamente pensaba
en ti; bueno, en todos vosotros. Me ha encantado que nos hayamos reunido aquí,
como hacíamos antes en verano.
—Bueno, señorita;
teniendo en cuenta que has decidido dar el “sí, quiero” pasando de todos
nosotros, no sé si creerte —contestó sonriendo—. Has de saber que la abuela y
tu padre se han vuelto del revés explicando al personal congregado por qué no
ha habido un casamiento como Dios manda. Porque… te has casado, ¿no? —dijo Matt,
enarcando mucho las cejas—. Si no fuera porque tu flamante esposo está por ahí
dando vueltas, hubiera sospechado lo contrario.
Carol soltó una carcajada.
—¡No tienes remedio, Matt!
¡Claro que me he casado!—. Ella le mostraba el anillo en su dedo.
—Le hubiera dado una
buena paliza a Tom, de lo contrario —dijo él, pellizcando cariñosamente la nariz de la
chica—. Nadie juega con mi prima
preferida.
—Soy la única prima
que tienes, caradura ―respondió, poniendo los ojos en blanco.
Los dos rieron a
carcajadas. Matt hizo ademán de marcharse.
—Tengo que dejarte,
preciosa. La abuela está algo cansada y me ha pedido que la acompañe a su
cuarto.
—¿Está bien? —preguntó,
preocupada.
—Perfectamente. Las
emociones del día la han fatigado un poco, eso es todo.
Carol podía ver desde
allí a la anciana, sentada en una silla y apoyada sobre su bastón. Estaba muy
guapa con aquel vestido de seda color azul oscuro. Pensó en lo mucho que la
quería y en cuánto la echaba de menos desde que vivía en Los Ángeles. Ella
había sido la única madre que había conocido. Con la abuela Sofía nunca le
había faltado el calor maternal que había necesitado siendo una niña. Siempre
había encontrado su abrazo cuando iba en su busca, y había hecho de ella una persona disciplinada
y cariñosa. Con el transcurso de los años, y echando la vista atrás, Carol se
daba cuenta de cuánto bien había hecho en su vida. Su padre había dejado en las
manos de la abuela aquella pequeña parte a la que él no podía llegar, y se
había convertido en la única referencia femenina para ella. Carol se alegraba
de haber podido disfrutar juntas de ese día.
Matt se volvió, cuando
apenas había andado unos metros.
—Por cierto, Carol, ¿dónde se ha metido Gabriel? No lo he
visto en todo el día.
Matt debió ver algo en
la expresión de Carol que lo hizo arrepentirse de inmediato de haber hecho
aquella pregunta.
—Vaya, lo siento. He
sido un estúpido. Debí imaginar que quizás no era oportuno que… —parecía no
saber muy bien qué decir.
—No pasa nada, Matt.
Estaba invitado a la boda y ha preferido no venir. —Ella se encogió de
hombros—. Comprendo que haya actuado así, aunque, francamente, hubiera deseado
que las cosas terminaran de otra manera.
—Bueno, supongo que
era previsible. Esa relación vuestra estaba condenada al fracaso —dijo con
convencimiento.
—Siempre fuimos muy
buenos amigos. Esperaba que…
—Esperabas mal, Carol
—le interrumpió él—. Ese chico estaba loco por ti. Se pasaba los veranos
siguiendo tus pasos embelesado, y todos hemos sido testigo de vuestros
devaneos. Si bien las cosas entre vosotros cambiaron en los últimos tiempos, y
lo convertisteis en una particular amistad, ha quedado demostrado que él seguía
colado por tus huesos.
—Eso es justo lo que
me dijo ayer.
—Pues bonito momento
para confesártelo.
—No hemos tenido
oportunidad de hablar de ello desde que anuncié mi boda.
—Eso también es propio
de ti —dijo, riendo.
—¿Sabes, querida
Carol? —Él levantó la barbilla de ella con su mano para mirarla a los ojos—. Alguien
debió decirte hace tiempo que la amistad entre un hombre y una mujer, al nivel
en que os encontrabais, no termina nunca bien.
—Lo sé, el abuelo ya
me lo había advertido. Pero he tenido que comprobarlo por mí misma. Ojalá Gaby
pueda perdonarme alguna vez.
—Conociéndolo, ya lo
habrá hecho, primita. ¡Venga,
anímate! —Matt salió en busca de la abuela—.
¡Es el día de tu boda! —gritó, alejándose.
Carol observó cómo
ambos se dirigían hacia la casa. La abuela parecía verdaderamente cansada.
Pensó que los últimos meses habían pasado por encima de ella de una forma
demoledora. La muerte del abuelo le había dejado los ojos apagados, y ya no
sonreía igual. Un sentimiento de tristeza hizo aflorar las lágrimas en sus
ojos. Hubiera deseado tanto que el abuelo Peter estuviera allí… Ni siquiera
había podido decirle que iba a casarse. Al menos pudo conocer a Tom el verano
anterior. Para ella era importante que su abuelo conociera al hombre que había
dado un vuelco a su vida.
Su abuelo, Peter
Saint-James, había sido el hombre más interesante que jamás había conocido.
Cuando era niña le encantaba escuchar las historias de su vida en Chile, de su
llegada a Real Montealto, de cómo conoció a la abuela. Él le había regalado su
primer violín. Le gustaba salir a pasear de su mano por el viñedo y le mostraba
los racimos preparados para la cosecha. Con él aprendió a distinguir los
distintos tipos de uvas, las diferentes cepas, y le enseñó cada palmo de esa
tierra. En sus infinitas escapadas al campo le descubrió los lugares más
frescos para pasar las tardes de verano, y los resguardados del viento en las
frías mañanas del invierno. El tiempo que pasaban juntos disfrutaban jugando e
inventando mil aventuras que hacían de la enorme casa un lugar repleto de
posibilidades. Aquel hombre llenaba un enorme espacio en su vida y, cuando su
padre o la abuela se enfadaban con ella, solía hacer de mediador quitándole
hierro al asunto.
Siempre había sido
especial con todos sus nietos, pero Carol sabía que ella había sido siempre su
adorada nieta. Ni siquiera cuando dejó la escuela elemental de Napa para irse interna
a una escuela secundaria en San Francisco se sintió lejos de su abuelo. Él se
encargaba de recogerla puntualmente cada viernes para llevarla a Real
Montealto. El tiempo, inevitablemente, había hecho que aquella relación se fuera transformando en algo mucho más
pausado, y el que Carol creciera, redujo los momentos que compartían juntos.
Sin embargo, siempre que entraba en conflicto consigo misma, acudía en busca de
su consejo. Sabía que él ponía más sensatez en sus palabras que su padre,
quien, a fuerza de intentar protegerla, a veces se volvía inaccesible.
Carol pensaba en lo
que Matt le acababa decir sobre la amistad y recordó una conversación, años
atrás, en las que el abuelo había hecho mención a esas mismas palabras. Tenía
dieciocho años e iba a empezar la universidad. Aquel verano tenía la cabeza
hecha un lío. Como cada junio, se había
vuelto a encontrar con Gabriel, pero, para entonces, su relación de amistad
había dado un giro inesperado.
Ahora, además de
compartir las confidencias de lo ocurrido durante el año, compartían besos y
caricias furtivas a escondidas de la gente de la casa. Le quería muchísimo,
pero no sabía si aquella nueva situación iba a terminar rompiendo su amistad.
Básicamente, porque Carol sentía que quería descubrir aún muchas cosas fuera de
aquel entorno donde había girado toda su vida. Hacía tiempo habían hablado de
ir juntos a la universidad, pero ahora que eran más que amigos se sentía, en
cierto modo, atrapada. Pasar juntos los meses de verano no era igual que ir a San
Francisco como pareja.
—¿Qué es lo que temes
exactamente, cariño? —le había preguntado el abuelo aquella tarde.
—No sé, abuelo. Quiero
a Gabriel, pero me asusta pensar que no lo he conocido más allá de este lugar.
No sé cómo van a ser las cosas si llegamos a la universidad y descubro que hay
más mundo además de él y de nuestra relación. Su amistad siempre me ha hecho
muy feliz. ¿Y si luego no funciona? Temo perderlo definitivamente. Tal vez
debimos dejar esos sentimientos a un lado.
—Carol —el abuelo le
cogió la mano fuerte como hacía cuando era pequeña—, no puedes dejar que el
miedo a perder la amistad con Gabriel te impida hacer lo que deseas. Quizás es
pronto aún para saber qué va a salir de esta historia que os traéis entre los
dos y que tiene a tu padre medio loco —dijo, sonriendo—, pero todavía puedes
hablar con Gabriel y contarle cuáles son tus inquietudes.
—Pero —Carol no
parecía muy convencida—, si le digo que no estoy segura de seguir con esto, voy
a herirlo. No quiero que piense que no lo tomo en serio. Yo solo quiero que
todo sea como antes.
—¡Ay, querida!
—suspiró con fuerza—, la amistad entre
un hombre y una mujer solo funciona si ambas partes tiene claras cuáles y cómo
son sus afectos. Si uno de los dos aspira a algo más, entonces el desastre está
asegurado. Vas a tener que arriesgarte, Carol ―afirmó, mirándola a los ojos―.
La vida es un puzzle con mil piezas que debes ir encajando. Solo tú puedes
decidir si Gabriel va a ser una pieza que encaje en ese puzzle o no.
—¿Cómo supiste que la
abuela era la mujer de tu vida?
—En cuanto me di
cuenta que no me importaba dejar mis proyectos y el lugar que más amaba, si eso
significaba poder estar con ella. —El hombre parecía tener la mirada perdida en
algún momento del pasado.
—¿Tendré que dejar mis
sueños atrás para saber que estoy con el hombre adecuado?
—Eres muy joven,
Carol. Aún tienes mucho tiempo por delante para descubrirlo. Pero recuerda que
será la vida la que te haga elegir, nunca esa persona. Renunciar a los sueños
porque alguien te lo pida significa que ese alguien no te ama lo suficiente.
Entonces no lo sabía,
pero el destino iba a hacer que la solución a su dilema viniera en forma de una
oferta para estudiar música en Los Ángeles. Cuando su padre le dio la
oportunidad de decidir, Carol no lo dudó. Tal vez aquello iba a poner distancia
en sus sentimientos llenos de dudas e iba a mantener en punto muerto su amistad
con Gabriel. Dejó que él pensara que aquello era un plan perpetrado por su
padre. De aquella manera él no sabría que ella había elegido no irse con él a
San Francisco.
Sin embargo, ninguno
de los dos había sido capaz de perder el contacto durante los siguientes años.
Habían hecho sus respectivas vidas uno al margen del otro, pero las frecuentes
llamadas y mails los mantenían unidos en la distancia. Carol tenía la sensación
de haber recuperado de nuevo su amistad. Los veranos continuaban siendo un
punto de encuentro cada año, y seguían compartiendo algunos momentos de risas y
confidencias, aunque ambos habían aprendido a respetar sus respectivos
espacios. Durante ese tiempo los dos habían mantenido algunas relaciones
intensas pero poco fructíferas, y al final siempre se tenían el uno al otro
para desahogar sus penas, aunque fuera vía móvil. En aquellos momentos ella
pensaba que nada ni nadie podía tocar, ni de lejos, su inquebrantable amistad.
Pero “nadie” tenía un nombre: Thomas Sandler.
Carol daba clases de
música en la escuela elemental de Sunhill en el centro de Los Ángeles. Cuando
conoció a Thomas en persona, hacía tiempo que lo admiraba. Él era compositor, y
el director de orquesta más joven del Estado de California. Su imagen aparecía
en multitud de publicaciones que ella acostumbraba a leer. Carol solía pensar
que, si no fuera por su fobia a las audiciones, hubiera podido llegar a ser un
violín de primera bajo sus órdenes. Cuando lo vio por primera vez, ambos
viajaban en un vagón de metro y ella lo reconoció de inmediato. Le bastó cruzar
su mirada para saber que aquel hombre tenía algo especial.
La presentación
oficial no vino hasta un mes después. Ambos asistían a un congreso en la universidad
sobre nuevas tecnologías instrumentales. Él era uno de los conferenciantes. Aquel
chico alto y rubio tenía la capacidad de atrapar a la gente cuando hablaba, y el gran don de hacerlo extensivo hasta su
música cuando cogía una batuta. Conectaron enseguida. Empezaron a verse de vez
en cuando en círculos comunes de la universidad, que se convirtieron en
encuentros amistosos donde ambos se buscaban siempre que tenían la oportunidad.
Carol disfrutaba mucho de su compañía. Tom era un hombre inteligente con el que
se podía hablar de cualquier cosa.
No tardaron mucho en
salir con más frecuencia, y eso propició que pronto compartieran sus
experiencias sobre anteriores relaciones. Carol pensó que, a sus ojos, debía parecer una loca
deseando encontrar a toda costa alguien de quien enamorarse. Tenía la sensación
de que él, en cambio, se limitaba a dejar que las cosas sucedieran por sí solas
y saborear con tranquilidad cada momento que le tocaba vivir. Pese a todo,
tenía la corazonada de que sus sueños y sus proyectos tenían el mismo
denominador común: la música. Eso era algo que los hacía vibrar por igual.
Cuando estaban a
solas, solía pedirle que tocara para él. Ella adoraba regalarle las notas de su
violín porque, en su interior, sabía que era capaz de ver más allá de los
sonidos que salían de aquel instrumento. A veces, cuando ella alzaba la vista
en plena representación, descubría que él la miraba de un modo que nadie antes
lo había hecho. Aquel hombre era capaz de desnudarle el alma. Transcurrieron un
par de meses hasta que ella dejó que le desnudara también el cuerpo. Fue
revelador caer en la cuenta de que estar junto a él la hacía sentirse capaz de
comerse el mundo. Y por primera vez, sintió miedo de que saliera de su vida
como había entrado, sin darse cuenta. Ni siquiera sabía si aquella situación
los llevaba a alguna parte.
La mañana que
amanecieron juntos lo encontró ya despierto, mirándola en silencio.
—Estás preciosa cuando
duermes —dijo, besándola suavemente en los labios—. ¿Puedo hacerte una pregunta,
Carol? —Parecía dudar.
Ella asintió con la
cabeza.
—Ese chico amigo tuyo
del que hablas tanto, Gabriel, ¿es gay?
—¿Gay? —Estaba
alucinando. No sabía si reír o molestarse—. No, no lo es. ¿Qué te hace pensar
eso?
—Bueno, solo intentaba
entender vuestra relación. Hablas mucho de él. Teniendo en cuenta que no nos
hemos visto nunca y que conozco su vida y milagros —dijo, volviendo la mirada
al techo—, tenía la secreta esperanza de que podía ser ese tipo de amistad.
—Pues te aseguro que
no lo es.
—¿Significa eso que
hubo algo entre vosotros?
Ella lo miraba sin
comprender.
Entonces, él se incorporó
en la cama para mirarla a los ojos.
—Nunca lo incluiste
entre tus anteriores relaciones cuando me hablaste de ellas.
Carol pensó que
aquello era cierto. Pero no lo había hecho adrede. Simplemente había
prevalecido el sentimiento de amistad sobre cualquier otro. Estaba sorprendida
de que Gabriel hubiera salido a relucir justo en aquel momento.
—¿Acaso importa?
—Necesito saber quién
es mi competidor en este momento —dijo, bajando la voz.
—¿Competir para qué?
—preguntó—. Dios mío ―pensó Carol—, necesito escuchárselo decir…
—Por ti, preciosa. —Se
acercó más a ella, casi en un susurro—. Necesito saber a quién debo sacar de tu
cabeza para que seas entera para mí.
Un pensamiento fugaz
le iluminó los ojos. Tom debía saber de inmediato que él era el hombre con el
que ella deseaba estar. Y, si había algo
que le hacía dudar, lo iba a resolver de
inmediato. Se levantó de un salto y le sonrió.
—La semana que viene
tenía previsto ir al valle de Napa a ver a mi familia. Comienza la cosecha y
este verano no he aparecido por allí. —Lo miró con ojos suplicantes—. Dime que
vendrás conmigo.
Carol no había
regresado a la hacienda desde las pasadas Navidades. Volver allí con Tom le
resultaba muy extraño. Nunca había llevado a nadie allí en calidad de pareja.
Sabía que él entendería que esa era su manera de mostrarle su pasado, el lugar
de donde venía. Y sobre todo, el lugar de donde venían sus temores. Pensó que
sería buena idea que Tom conociera a Gabriel. Tal vez no era un lugar neutral
para que aquello ocurriera, pero sabía que su amigo estaría allí. Jamás había
faltado a la vendimia.
Era final de septiembre, y el viñedo se encontraba en su mejor momento.
El campo estaba lleno de colorido, cubierto de rojos y amarillos intensos. Las
vides, enredadas unas con otras por sus enormes pámpanos y vencidas por los racimos
de uvas listos para ser recogidos. Carol experimentaba en el estómago la
agradable sensación que produce volver a casa.
Ella ya sabía que Tom
sabría ganarse a su familia. Tenía ese don de gentes que siempre le había
cautivado; que congeniara con Gabriel era harina de otro costal. Por suerte, la
oportunidad de que se conocieran vino por sí sola, en las reuniones previas a
los preparativos de la cosecha. Gabriel ya sabía de la nueva pareja de Carol; ella misma le había hablado de él. Cualquiera
que no conociera a aquellos hombres hubiera visto en aquel estrechamiento de
manos un halo de cordialidad. Pero Carol los conocía. A ambos. La mirada que
cruzaron, en apenas un segundo, no le pasó desapercibida y sintió una punzada
en el corazón. Lejos de mantener la distancia, los dos hombres parecían estudiarse el uno al
otro.
Aquella noche, después
de la cena, Carol y Tom salieron a dar un paseo. Llegaron hasta el roble de la
colina. Ella deseaba enseñarle aquel lugar. Sin duda el más especial del valle.
Él se mantenía en silencio, apoyado en el tronco del enorme árbol.
—Ese chico sigue
enamorado de ti, Carol ―dijo al fin―. Creo que no ha sido buena idea venir
hasta aquí.
—Puede ser. —Ella se
colocó frente a él, buscando sus ojos—. Tal vez no he querido verlo, empeñada
en conservar nuestra amistad. Pero no soy tan tonta como para no haberme dado
cuenta de que intentar que os conocierais y
fuerais amigos ha sido una estupidez.
—¡Maldita sea, Carol!
Me tienes perdidamente enamorado. ¿Es que no lo ves? Has puesto mi vida patas
arriba, y no puedo imaginar pasar ni un
segundo lejos de ti —dijo acariciándole las mejillas―. Pero la presencia de ese
chico hace que me sienta perdido. No comprendo vuestra relación; hablas de ti,
hablas de él, pero no sé si alguna vez hubo algún “vosotros”. Si al menos
conociera a qué me enfrento o contra qué tengo que luchar, sabría cuáles son
mis posibilidades.
Carol había recibido
aquel torrente de palabras con el corazón abierto de par en par, y por primera vez sintió el miedo de Tom a
perderla. Amaba profundamente a aquel hombre.
—Te quiero —dijo con
firmeza—. Te quiero más que a nada en el mundo —le dijo, abrazándolo con fuerza―.
En mi vida no hay nada más que un “nosotros”, y necesito pensar que siempre
será así. Me alejaré de Gabriel, si es lo que necesitas para estar seguro de lo
que siento. —Estaba dispuesta a cualquier cosa por no perderlo.
—Nunca te pediría que
hicieras eso, Carol. Yo nunca te haría elegir. Me importas demasiado para no
dejar tu libertad intacta. Me basta con saber que tú me amas a mí.
Ella sintió que un
escalofrío le recorría la espalda. Él no la haría elegir. Sería la vida la que
marcaría el camino a seguir.
El aire fresco de la
tarde la hizo volver al presente. Los recuerdos la habían hecho estremecer.
Carol se colocó de nuevo los zapatos y emprendió el camino de regreso hacia la
mesa donde su padre charlaba animadamente con Tom. Era curioso cómo aquellos
hombres tan diferentes habían conectado tan bien. Un amante de la viticultura y
un enamorado de la música. Se preguntó cómo encajarían los vinos y las
partituras en sus conversaciones.
—Cariño —su padre se
levantó para abrazarla—, te estábamos esperando. Esto es para ti.
Sobre la mesa había
una botella sin descorchar, de grueso cristal verde. Ella miró a su padre con
mirada interrogante.
—¿No la reconoces?
Entonces se acordó.
Aquella botella era de la cosecha del cincuenta y tres. El primer vino que se envasó
en Real Montealto. Tom la miraba, adivinando cómo se sentía en aquel momento.
—El abuelo tenía
reservada estas botellas para acontecimientos importantes de la familia. Quería
que esta se abriera el día de tu boda.
—No estaréis pensando
en hacer ese brindis si mí. ―La abuela se acercaba, agarrada al brazo de Matt—.
No me perdería volver a beber ese vino por nada del mundo ―dijo, sonriendo.
De repente, Carol cayó
en la cuenta de qué era lo que tenían todas aquellas personas en común y que
antes no había sabido ver: su amor por ella en el pasado y en el presente.
Miró a Tom, que no la
había perdido de vista ni un instante.
—¿Y por qué no —pensó
Carol, completamente feliz― también en el futuro?
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