Mil horas e infinitos
recuerdos de aquel lugar quedaron grabados para siempre en mi memoria. Un
pequeño espacio de mi pasado que convirtió, cada época estival, en una
aventura. Tal vez aquel tiempo vivido tiene que ver con la persona que hoy soy.
Sea como fuere, los olores, colores y sonidos que llenaron esos días son parte
de mi presente, y han dejado su eco resonando en mi corazón.
A mí
vuelven las primeras imágenes de aquella casa en el campo, en lo alto de una
loma, a medio camino entre un olivar y la vega del Guadalquivir. Un río que
suavizaba las altas temperatura de una tierra que amenazaba con derretir a las
piedras. Un refugio de muros gruesos y aspecto abandonado, que se convirtió
poco después en un hogar familiar donde mis hermanos y yo jugábamos y nos peleábamos a partes iguales.
Días de
juegos interminables en la era y en el pajar, de atardeceres naranjas en la
alameda, de noches iluminadas por las hogueras de rastrojos.
Recuerdo
con deleite las excursiones a la huerta, junto a la rivera, donde recogíamos
peritas de San Juan y aquellas enormes sandías que abríamos a golpes; las
valientes escaladas a lo alto de la higuera que terminaba por hacernos bajar a
fuerza de picores.
Fueron
las chicharras testigos ruidosos del cambio de aquella casa y en su interior,
al ritmo que nuestras vidas, se transformaban también sus rincones. Un
gallinero que se convirtió en un patio cuajado de macetas y, en el lugar donde
corrían las aves tiempo atrás, crecía, años después, un jardín mil veces
imaginado. Como un oasis en medio del desierto surgía, tras un enorme portón de
madera, un espacio fresco y verde que nos hacía sentir los más afortunados.
En aquel
pequeño paraíso crecía un ciruelo chino que, de ser el benjamín del lugar, pasó
a ser la sombra más buscada. Protegiendo su intimidad, un muro encalado
infinitas veces, tapizado de rosales pacíficos y jazmines. Y en el rincón más
apartado, como una fiera, invadía voraz el terreno un enorme bambú que, en las
ausencias prolongadas, obligaba a presentar batalla para hacerlo retroceder.
Aquel era el descanso del guerrero en las noches más sofocantes, cuando el
aroma a dama de noche y el canto de los grillos te acunaba bajo el cielo de
las Perseidas de agosto.
Quizás
aquel universo, de gazpacho y ensaladas, de siestas eternas y tertulias en la
madrugada, debiera tocar a su fin.
Pero,
aunque al paso de los años la ausencia de todos los que vivimos y dimos vida a
aquel lugar abra enormes grietas en su paisaje, el recuerdo y el eco de las
risas que compartimos allí permanecerá intacto, como en un cuento de hadas, por
siempre jamás.
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