A veces sentimos que
el mundo nos pertenece y tejemos sobre él nuestro propio camino. Si
conociéramos el futuro, sería más sencillo enfrentar el destino y preparar el
corazón para sus juegos y embates. Pero, quizás entonces, nunca aprenderíamos a
levantarnos y seguir avanzando fortalecidos por la caída.
California, 1995.
Robert atravesó, con
paso agitado, el corto recorrido que separaba el cobertizo de la casa y se
detuvo antes de entrar. Se quedó mirando la punta de sus zapatos mientras
intentaba tranquilizar su ánimo. Tenía el semblante serio. Se sentía
tremendamente contrariado por la escena que acababa de presenciar e intentaba
controlar un sentimiento que era incapaz de definir. Desde donde estaba, podía
ver su imagen reflejada en una de las cristaleras que daban al jardín. Reparó
en las canas, que empezaban a blanquear sus sienes, y en sus ojos, que ahora
parecían algo más pequeños y apagados. ¿Y había ocurrido aquello en los últimos
cinco minutos? Respiró hondo un par de veces antes de girar la cabeza para
descubrir que su padre lo observaba con curiosidad desde el otro lado del
jardín.
—¿Te encuentras bien,
hijo?
Peter Saint-James
conocía bien a su hijo, y sabía que en aquel momento intentaba contener su
enfado por alguna razón; quizás porque no estaba justificado, o bien porque la
razón de su existencia andaba de por medio.
—¡Por todos los
demonios, papá! ¡Acabo de pillar a tu nieta besándose con Gabriel en el
cobertizo! ―Anunciarlo en voz alta pareció serenar su irritación.
—¿Carol? —El abuelo
había acertado en su apreciación inicial—. ¿Con el hijo de nuestro capataz?
Vaya, después de todo parece que tu madre tenía razón. Siempre ha sido especial
para detectar esas cosas.
—¿Para detectar qué? —Sofía
salía en aquel momento de la casa en dirección hacia los dos hombres. Se
hubiera alarmado al ver la crispación de su hijo, sino hubiera sido por la
tranquilidad con que su marido le estaba hablando.
—Peter ha sorprendido
a Carol y a Gabriel en el cobertizo. Besándose. —El hombre la miró con cierta
admiración—. Tenías razón, cariño, esos chicos se traían algo entre manos.
—¡Pobres chicos! ¡Menudo
susto les habrás dado! ―dijo la anciana, sonriendo.
—¡Pero, mamá! ¡Tiene
diecisiete años! No me parece justificable que ande por ahí besándose con
cualquiera. ―La miró aún más enfadado—. ¿Y tú lo sabías? No voy a admitir que
aplaudas su comportamiento ni que apruebes un acto así como si fuera una
chiquillada. No voy a consentir…
—¡Para, hijo! —El
anciano hizo un gesto con la mano frenando sus palabras—. Ten cuidado con lo que dices. Gabriel no es
cualquiera; y dudo mucho que tu madre, conociendo a Carol como la conoce,
permitiera que tu hija hiciera algo que pudiera herirla, o incluso herirte a
ti. No deberías hablarle en ese tono.
Sofía cogió la mano de
su hijo de manera conciliadora, como tantas veces había hecho. Conocía el
carácter temperamental de Robert, igual que sabía de su brusquedad a la hora de
reaccionar ante situaciones sobre las que no tenía control. En ese momento,
aquel hombretón alto, de ojos azules, estaba enfrentando una situación por la
que cualquier padre tenía que pasar.
—Carol ya no es una
niña, Robert. Puedo entender que tu orgullo de padre se sienta herido e incluso
atacado. Pero es ley de vida. Todos hemos pasado por eso. —La mujer lo miró con
una sonrisa blanca que resaltaba sobre su piel morena surcada de minúsculas
arrugas—. Lo que más me sorprende es que hayas olvidado tu propia historia,
hijo ―dijo ella con una mirada intencionada—. Si fueras capaz de ver la vida de tu hija con
los ojos de tu propia experiencia, quizás serías mucho más abierto de miras.
—Digamos —dijo
finalmente su padre— que si nosotros somos capaces de ver estas cosas desde otra
perspectiva, no es precisamente por nuestra edad, sino por lo que tú mismo nos
forzaste a comprender y a aceptar en su momento.
Robert los miró, para inmediatamente asentir ante sus palabras.
Unas palabras que cayeron sobre su memoria como una verdad indiscutible. Sus
padres entraron en la casa. Aquel era un dilema que habría de meditar y
resolver directamente con su hija. Se imponía una conversación que tal vez
había retrasado demasiado tiempo. Se sentó en el jardín. Estaba atardeciendo, y la luz rojiza que llenaba el cielo fue
calmando sus pensamientos. Se vio a sí mismo dieciocho años atrás, de pie
frente a la puerta principal de esa misma casa, aferrado a la mano de Jane.
Aquella tarde de otoño Robert temblaba de pies a cabeza y no era, precisamente,
el frío de noviembre lo que le hacía sentirse así. Iba a enfrentar su futura
permanencia en Real Montealto a una
realidad aplastante en la que la chica que le acompañaba tenía mucho que ver.
Sus padres esperaban
su regreso a la hacienda para incorporarse a la gestión del viñedo. Sabía la
alegría que había supuesto para su padre que alguno de sus hijos hubiera
decidido seguir con la tradición familiar. Seis meses después de aquella
noticia, había finalizado sus estudios y el momento de la vuelta había llegado.
Solo que, para ignorancia de estos, venía acompañado. Era la primera vez que
Peter y Sofía Saint-James se encontraban con su novia. Aquel momento sería
decisivo. Decisivo por una razón fundamental. Jane estaba embarazada de seis
meses.
Si Robert no había
sido capaz de decirles nada era porque temía que su progenitor le hiciese
renunciar a su decisión de trabajar junto a él. Estaba convencido de que, de
haberle hablado de su relación con Jane y del hijo que ambos esperaban, hubiera
interpretado la vuelta a casa como una huida de su responsabilidad. Su padre
siempre había sido un hombre dialogante y comprensivo, pero en muchas ocasiones
había dudado de su madurez y se lo había hecho patente en varias ocasiones. Tal
vez motivadas por las múltiples veces que había cambiado de opinión en cuanto a
sus estudios, y la constante indecisión que lo había llevado de un proyecto a
otro durante el tiempo que había pasado en Stanford. Necesitaba decirle frente
a frente que, si estaba allí, era porque aquel lugar tenía el poder de hacerlo
sentir seguro, que adoraba aquella tierra y que sentía que Real Montealto era
el hogar perfecto para la que pronto sería su mujer y para el bebé.
Llevar a Jane consigo,
y presentarse de sorpresa, había sido una pequeña trampa que había tendido de
manera premeditada. Sabía que la idea de un bebé, viviendo en la hacienda,
sería una tentación para ellos. Especialmente para su madre. Al fin y al cabo,
ese mismo efecto había causado su propio nacimiento en el corazón de su abuelo
Leonard.
La presencia de Jane y
su abultado vientre los dejó paralizados. La sorpresa dio paso a la mirada
interrogante de Sofía y la expresión decepcionada de Peter. No fue una
presentación fácil. La explicación de lo evidente no fue agradable para nadie.
Especialmente para aquella chica pelirroja que se encontraba lejos de todo lo
que conocía, y que apretaba la mano de Robert como si fuera el único vínculo
con su mundo real. La calidez de Sofía hizo que la situación se suavizara, pero no evitó que Peter pidiera a su hijo que
le acompañara hasta el despacho. Robert sabía que, cuando volviera a salir de
aquella habitación, su futuro en aquella casa estaría decidido.
—¿Me puedes explicar
que significa esto? —Su padre miraba por la ventana sin mirarle a la cara. Su
voz sonaba sin fuerza—. No espero que me digas cómo has llegado a esta
situación. Es tu vida, y no debería entrometerme. Pero el hecho de que te hayas
presentado aquí con esa chica me afecta directamente. —Finalmente se volvió
hacia él, esperando una respuesta.
—Jane es mi novia,
papá —dijo Robert sin dilación—. Llevamos juntos un año. Lo cierto es que al
principio no sabía muy bien hacia dónde me llevaba mi relación con ella, y por
eso no os había dicho nada. Después… —Robert bajó la cabeza. Nunca había
hablado de esos temas con su padre y se sentía algo violento—, después se quedó
embarazada y no me sentía capaz de hablaros de ella sin mencionar ese punto.
Esperaba encontrar el momento…
—¿Y crees que este ha
sido el mejor momento para hacerlo? ¿Qué esperabas exactamente presentándote
así en casa? ¿Qué crees que estará pensando tu madre ahora mismo?
Robert tenía la
sensación de que aquellas preguntas se las estaba haciendo su padre a sí mismo.
De pronto se dio cuenta de que no había sopesado cuáles serían los efectos
colaterales de aquella situación. Sus padres tenían bastante que decir al
respecto, y en ese preciso instante sintió que su padre estaba más asustado que
él mismo.
—Lo siento, papá.
Temía que creyeras que te había fallado y no quisieras que viniera a trabajar
contigo. Pensé que, si conocías a Jane y veías lo bien que estamos juntos,
aprobarías que nos quedásemos aquí. Solo intento que me veas como un hombre. ―Buscó
los ojos de sus padre para decirle―: Sé que nos has educado a mis hermanos y a
mí en la rectitud, y que esperabas que mis futuros hijos se engendraran en el
seno de una familia tradicional. Pero esta es mi realidad, y voy a enfrentarme
a ella, aquí o en cualquier otro lugar.
—¿Tienes intención de
casarte con esa chica?
—Lo siento, papá.
Temía que creyeras que te había fallado y no quisieras que viniera a trabajar
contigo. Pensé que, si conocías a Jane y veías lo bien que estamos juntos,
aprobarías que nos quedásemos aquí. Solo intento que me veas como un hombre. ―Buscó
los ojos de sus padre para decirle―: Sé que nos has educado a mis hermanos y a
mí en la rectitud, y que esperabas que mis futuros hijos se engendraran en el
seno de una familia tradicional. Pero esta es mi realidad, y voy a enfrentarme
a ella, aquí o en cualquier otro lugar.
—Robert —Peter se
acercó a su hijo y apoyó las manos sobre sus hombros—, eres un estúpido si
crees que lo que piense la gente, o nuestros clientes, me importa más que mi
propia familia. Tal vez algunos padres esperamos que nuestros hijos sigan el
camino trazado sobre nuestras propias expectativas. Me niego a pensar que lo
que te sucede sea fruto de la improvisación. La vida nos da un amplio margen
para cometer errores, hijo —el hombre parecía seguro de sus palabras—, pero eso
no significa que no nos vayamos a lamentar en el futuro de haberlos cometido.
—Jane, no es ningún
error. —Su voz sonaba firme—. Tengo fe
ciega en nuestra relación y pienso luchar por aquello en lo que creo, cueste lo
que cueste.
Robert notó cómo su
padre se estremecía. Por alguna extraña razón aquellas palabras habían causado
un profundo efecto en él.
Cuando salieron del
despacho, las dos mujeres charlaban en el salón. Jane parecía relajada a pesar
de la tensión inicial con la que había sido recibida. Ese era el efecto
extraordinario que solía producir su madre en las personas. Tenía la virtud de
suavizar cualquier situación, por muy tirante que ésta fuera.
Jane lo miró y le
regaló una sonrisa. Robert pensó, por enésima vez, que el embarazo la hacía
estar más hermosa aún. Recordó la primera vez que contempló a aquella chica de
pelo cobrizo y nariz respingona. La descubrió en el otoño del setenta y seis,
mientras estaba en la universidad. Ella trabajaba en la tienda de cerámica que
había justo debajo de su piso en Haight-Ashbury, el antiguo apartamento donde
habían vivido sus padres años atrás. Solía parar en la tienda con la única
intención de acercarse a ella y verla moverse de un lado para otro con aquellas
pintorescas faldas estampadas y las cintas de colores prendidas en el rojo de
su pelo. Eso lo había llevado a acumular de manera absurda una inusual cantidad
de productos artesanos en todos los rincones de su casa, que no encajaban, en
absoluto, con la decoración minimalista, de moda en aquel momento.
Aquella chica tenía un
ángel especial. De ella emanaba un aire neo-hippy algo anticuado. Llegó a San
Francisco con dieciséis años de la mano de unos padres de origen canadiense y
tendencias bastante alternativas. Precisamente, cuando aquel barrio se
convirtió en el centro neurálgico del movimiento hippy durante el verano del
amor, diez años atrás.
Ese año miles de
universitarios, que rechazaban de pleno la guerra de Vietnam, se unieron a
aquel emergente movimiento contracultural que luchaba de manera pacífica contra
el consumismo, y optaba por un estilo de vida más ecológico. Esa filosofía, que
era ahora parte del pasado de Haight-Ashbury, había quedado impregnando de
alguna manera el aire bohemio que se respiraba en sus calles. No era extraño
que haber pasado tanto tiempo en una familia de ideas liberales hubiera dejado en Jane unas creencias bastante
peculiares. Lo cierto es que aquellos padres, un buen día, regresaron por donde
habían venido, dejando que la chica decidiera su futuro por sí misma. No debía
haber sido fácil salir adelante sola.
Lo que atrapó a Robert
cuando la conoció no fue su gusto por el estilo psicodélico de los Beatles, ni
sus extrañas ideas sobre el amor libre, ni siquiera el haber probado el hachís
sentado en aquella tienda de aromas extraños. Se enamoró de la sencillez con la
que era capaz de contemplar el mundo y su propia vida. Aquella mujer, dos años
mayor que él, y de mentalidad tan distinta a la suya, había entrado en su vida
arrasando con todos los prejuicios de su acomodada sociedad. Devorando su
entregado e inquieto corazón de “rubio burgués”, como ella solía llamarlo.
Nada había llenado
tanto su vida como perderse con ella en eternos debates existencialistas y
terminar amando cada centímetro de su piel, un piso más arriba. Así le daban
sentido a las palabras y a las emociones. Ella era su mundo, su felicidad. Una
felicidad que se multiplicó por dos al saber que esperaba un hijo. Fue curioso
para Robert descubrir que, bajo las ideas liberales que Jane sacaba a pasear
con frecuencia para escandalizarlo, se escondían mil dudas sobre los
sentimientos de él.
—¿Eres feliz, Robert?
—le preguntaba una y otra vez.
—¿Acaso lo dudas,
pelirroja? —Él no comprendía su inquietud—.
Me tienes justo donde deseabas. Comiendo de tus manos. —La besaba en la
mejilla para susurrarle—. Te quiero más que a mi vida.
—¿Y estarás siempre
conmigo? —insistía.
―Estaré con los dos ―decía
mientras acariciaba su vientre suavemente curvado―. ¿Necesitas algo más que la
certeza de mi amor para estar segura? ―Robert estaba más sorprendido que
molesto―. Pensé que rechazabas cualquier tipo de compromiso formal.
Ella no contestaba. Un
silencio que él interpretó con total claridad.
—¡Dios mío, Jane! ¡No
sabes cómo me has estado haciendo sufrir! Me quita el sueño pensar en esa
desastrosa idea tuya sobre las relaciones humanas y el amor libre. ¿Acaso
pensabas que liberarme de cualquier responsabilidad en cuanto a nosotros me iba
a hacer más feliz? —Él la abrazó con fuerza, acariciando sus cabellos.
Ella lo miraba
esperanzada, como si lo viera por primera vez. Robert la descubrió vulnerable
como nunca antes la había visto.
—Jane, tú eres mi
vida. No quiero separarme jamás de ti. Dime que serás mi esposa, que te casarás
conmigo.
—No lo sé, Robert.
—Ella dudaba—. Déjame pensarlo un poco….
Y mientras ella lo
decidía, a Robert se le ocurrió llevarla a conocer a su familia. Sabía que si
llevaba a Jane a Real Montealto y le mostraba cómo era el mundo en el que él
había crecido, sucumbiría a la tentación de formar parte de aquello. Era
imposible que no sucediera.
Robert se incorporó y
dejó el jardín en dirección al cenador. Se detuvo sobre uno de los escalones de
piedra para desprender una de las flores amarillas que colgaban de la glicinia.
Aquel lugar era el favorito de Jane. Estar allí siempre le hacía sentirse cerca
de ella. En realidad todos los rincones de la hacienda estaban llenos de su luz
y en ellos siempre le resultaba fácil encontrarse consigo mismo.
Mirando atrás podía
sentir que había tenido la vida que había deseado. Jane era quien había
contribuido a ello. Quizás porque podía descubrir esa misma felicidad en sus
ojos siempre que sus miradas se cruzaban. Él había conseguido que aquella mujer
se convirtiera en su esposa y ella le había dado su bien más preciado, Carol.
Nunca pudo sospechar que esa tierra, testigo de su enorme alegría, sería la que
enjugaría sus lágrimas en el mayor de sus sufrimientos. La muerte de Jane.
Nadie puede imaginar
cómo es el dolor de una pérdida hasta que siente cómo el corazón se consume y
deja de latir en cuestión de segundos. Cuando la policía vino a buscarlo, fue su padre el primero en recibir el impacto
de la noticia. Pero no tuvo que decirle nada. Él ya se hallaba a pocos metros,
y el dolor reflejado en sus ojos se lo dijo todo. Recordaba cómo el mundo se
había parado y el aire se había vuelto irrespirable. Las palabras se agolpaban
en sus oídos, incapaces de llegar hasta su cerebro. Todo su cuerpo era una
barrera al paso de aquella verdad. No era él quien estaba allí de pie, inmóvil,
con el alma sangrante. Él se encontraba a infinitas horas de aquel instante. En
el tiempo detenido. Abrazando su cuerpo y besando su boca.
—Ten cuidado, Jane —le
decía mientras ella se zafaba de sus brazos e iba en busca de sus botas de
goma—. La tormenta no parece amainar y el arroyo del valle amenaza con volver a
desbordarse.
—Cariño, tengo que ir.
Las clases no pueden detenerse porque la maestra haya decidido no mojarse. ―Cogiéndole
la cara entre las manos, lo besaba de nuevo—. Tendré cuidado al entrar en el
pueblo. No te preocupes. En unas horas estaré de vuelta.
Él la abrazaba
intensamente, como cada mañana al despedirse. Le gustaba respirar el olor a
flores frescas que desprendía su pelo.
—No olvides darle el
biberón a la niña cuando despierte. —Se giró sonriente para decirle—: Ya habré
regresado para la siguiente toma.
Pero ella ya no
volvió. Una curva peligrosa y una calzada empapada la retuvieron para siempre. En
aquel momento pensó que nada ni nadie podría sacarlo de aquella oscuridad en la
que se había sumergido.
Una familiar punzada
de dolor le devolvía a la realidad de su presente. Era curioso cómo la pequeña
Carol había hecho renacer en él las ganas de luchar y seguir adelante. La
inocencia de su hija, unida al suave consuelo del tiempo, había curado poco a
poco el vacío de su alma. Se preguntaba si su adorada Carol habría sido una
chica diferente de haber crecido junto a su madre. Probablemente no. Sus padres
habían sido una pieza fundamental en su desarrollo. Especialmente su madre.
Sofía había jugado un papel esencial en la vida de la niña. Aquella mujer
formidable había sido la compañía maternal que Carol necesitaba cuando él se
encerraba en su trabajo. La chica era un fiel reflejo de su abuela. Le debía
una disculpa a su madre por cómo había reaccionado con ella hacía un rato.
Robert escuchó llegar
a los dos chicos, pero ya era demasiado tarde para levantarse de aquellos
escalones sin ser visto. Decidió permanecer inmóvil. No deseaba poner al
descubierto su posición, eso haría enfrentar de manera precipitada una
situación que no deseaba. No en aquel momento. Por otro lado, temía tener que
volver a presenciar la escena del cobertizo. O, lo que era peor, que lo descubrieran
allí. No sabía qué hacer.
—Será mejor que te
marches ya, Gaby. No creo que sea buena idea que mi padre te vea aquí.
—¿Crees que está muy
enfadado? —La voz del chico sonaba preocupada.
—Yo diría más bien que
bastante cabreado. Tiene que ser un palo encontrar a tu hija besándose con un
chico ―dijo ella.
—¿Quién se iba a imaginar
que apareciera por allí? ―preguntó él, encogiéndose de hombros—. ¡Menudo corte!
—A mí todavía me arde
la cara de la vergüenza ―respondió ella, tocándose las mejillas.
—Espero que no haya
represalias. —Gabriel miraba al suelo.
— ¿A qué te refieres?
No ha sido tan grave. Solo ha sido un beso. Imagino que no le habrá hecho
ninguna gracia, pero no sabría decirte quién se ha sorprendido más.
—Pero tu padre ha sido
siempre muy protector contigo, Carol. Como se lo diga al mío, se me va a caer
el pelo.
—Él no va a
hacer eso, Gaby. Mi padre no es así. —La chica guardó silencio un instante—.
Creo que en estos momentos estará devanándose los sesos, intentando averiguar
qué decirme.
Robert sonrió para sus
adentros, muy a su pesar.
—Se habrá imaginando
que vamos por ahí metiéndonos mano —dijo el chico, alarmado.
—Nosotros no nos
metemos mano. Es bastante improbable que nos encuentre así. Te lo digo por si
guardabas la secreta esperanza de hacerlo ―contestó ella riendo.
“Esa era su chica”,
pensó su padre, triunfal.
—En cualquier caso,
rubita, él puede haber imaginado cualquier cosa.
—¿Es que piensas que
mi padre va a descubrir América con nosotros? Seguramente nos dé vueltas a ti y
a mí juntos. ¿O es que crees que yo he nacido del Espíritu Santo? ¿Sabías que
mis padres se casaron de penalti?
—¡No fastidies! —dijo
Gabriel, asombrado.
—No le vayas a decir a
nadie que te lo he dicho. Le prometí a mi abuela que no lo contaría. La verdad
es que creo que le dan demasiada importancia a esas cosas.
—Entonces no te podrá
decir nada grave, ¿no?
—Te equivocas. Un
padre siempre es un padre. La bronca está asegurada. Sé que el mío nunca ha
pretendido ser un modelo para mí, pero le respeto y le admiro mucho. Ha debido
ser difícil hacer su papel de padre solo. Sé que quiere lo mejor para mí… –ella
suspiró—, aunque a veces no tenga ni idea de cómo hacerlo.
—Eres una buena chica—dijo
él, cogiéndole la mano―. Tal vez por eso me gustas tanto.
—Tú también me gustas.
Siempre me has gustado. Pero no te emociones demasiado, Gaby. Vamos a pasar
este verano juntos, y después nos
volveremos a separar como cada año. No tengo ninguna intención de pasarme el
próximo curso llorando por tu ausencia. Soy demasiado joven para eso.
—No seas tan dura
conmigo, Carol. Las vacaciones dan mucho de sí.
Robert pensó que aquel
chico era un diablo con las hormonas disparadas.
—No sé por qué
sospecho que la pillada de mi padre no ha sido suficiente para ti —dijo con una
carcajada—. Anda, márchate. Será mejor
que entre en casa cuanto antes.
Ambos chicos se
separaron en direcciones opuestas. Por suerte para Robert, con un casto beso en
la mejilla. Se alegró de haber permanecido en aquel lugar y, mucho más, de no
haber sido descubierto. Hubiera perdido los puntos exactos que lo hubieran
bajado de aquel recién descubierto pedestal en el que lo había colocado su
hija.
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