Venus aguardaba
impaciente en aquella estancia con olor a madera vieja. La luz de la tarde
apenas entraba por las ventanas circulares que rodeaban la torre, proyectando
las sombras de los extraños artilugios que se amontonaban por doquier. El joven inventor, aún
temblando por la visión de aquella diosa de infinita hermosura, trataba de
mantener la mente ocupada
rebuscando dentro de un enorme baúl, temiendo dirigir de nuevo la mirada
en su dirección y sucumbir al deseo de sus terrenales instintos. Ella,
sabedora de la turbación que ocasionaba su presencia en el débil espíritu de
los mortales, instó al hombre a agilizar su búsqueda y entregar su encargo.
Miró a su adorado
hijo, Cupido, que parecía aún más ansioso que ella misma por recibir su regalo.
Cada vez le resultaba más difícil tenerlo atado a los encantos del Olimpo, y
deseaba encontrar la manera de controlar mejor sus dones, como siempre había
hecho. En medio de la eternidad, se le antojaba insuficiente el resultado que
las flechas de su arco, que ella le había regalado, estaban teniendo sobre sus
caprichos particulares. Bastaba su ruego de madre para que el joven Cupido
lanzara sus flechas con punta de oro sobre los mortales que ella elegía.
Disfrutaba viéndolos rendir su alma sin remisión mientras sus amadas recibían
del diestro arquero la flecha con punta de plomo impregnada de olvido. Aquel
obsequio encerraba, por encima de la complacencia del hijo de Marte, una
necesidad aún mayor de sentirse poderosa.
Allí estaba al fin el
objeto ansiado: una impresionante ballesta de oro preparada para cargar dos
flechas a la vez. Dispuesta a vencer su lánguida existencia, ideaba tornar el
enamoramiento platónico de sus entregados pretendientes en un amor tan
intenso que hiciera de ellos perpetuos esclavos de su pasión. Dos flechas de
oro para un mismo mortal. Venus evolucionaba hacia una deidad devoradora.
Cupido, en su
adolescente agitación, acertaba a ver en aquel novedoso ingenio la
solución al dilema que le planteaba su cometido en el noble arte de amor:
cuando el ingrato destino decidía, en el lapsus de tiempo en el que volvía a
cargar su arco, que fuera el humano equivocado el que se cruzara delante
de la mirada embriagada de su víctima. Ahora un solo disparo bastaría
para alcanzar dos incautos a un tiempo, que, al mirarse, ardieran en el mutuo
deseo.
Ignoraba la intención
escondida de su madre hasta que sus pensamientos se encontraron en medio de
aquella habitación. El hermoso dios alado, condescendiente, tomó el arma entre
sus manos y la cargó con dos de sus flechas, corrigiendo su trayectoria. El
obsequio bien merecía ceder al capricho de su progenitora. Apuntó hacia el
genial creador de aquel invento, que apenas tuvo tiempo de intuir el dulce
ataque. Un certero disparo, y las dos saetas atravesaron su pecho para luego
evaporarse en la nada. El instante del disparo fue suficiente. Ambos se habían
dado cuenta del error. Una de las puntas era de plomo. Demasiado tarde. Cupido,
temiendo la ira de su madre por su torpeza, desplegó sus alas y abandonó el
lugar llevando la ballesta consigo.
Venus permanecía
inmóvil, en medio de la estancia, preguntándose qué efectos ocasionarían la
mezcla de ambas naturalezas en su cuerpo y en su voluntad. La manera en que él
empezaba a mirarla la hacían intuir que la fuerza del amor vencería al olvido y
la ingratitud que acompañaban el oscuro metal.
Así fue como la diosa de la
belleza llevó al joven mortal hasta su lecho y se dejó inundar de nuevas
pasiones y placeres terrenales que la hicieron sucumbir al fuego de aquel
humano. Y así fue como el
deleite del despertar la llevó hasta la mayor sorpresa de su existencia. Lejos
de encontrarle aún junto a ella, solo halló un pergamino escrito. Una oda a sus
encantos, y la débil promesa de regresar pronto a su lado.
La humanidad no
tardaría en descubrir las consecuencias del descuido de Cupido: el comienzo de una nueva era.