Dentro del aula, contra todo pronóstico, el mundo se deshace y se
transforma. Las letras y los números se escapan de los libros de texto,
dibujando en la pizarra un desafío distinto cada día. Sobre la tarima, un
docente expectante, y el tiempo finito. Justo enfrente, nosotros.
Unas veces, el reto rebota sobre las paredes y sale despedido por
la puerta, como una pelota de goma. Otras, conseguirá ser lo bastante
inquietante para detener los pensamientos agitados que saltan de mesa en mesa.
Solo un maestro hábil sabría aprovechar ese momento para anudarnos la lengua a
la pata de la silla. Entonces se abrirán nuestras mentes, y la curiosidad nos
engullirá.
Así, unos devorarán las ciencias creando ideas grandiosas que
harán girar más rápido el universo; mientras, yo detendré los segundos con
trampas.
Otros jugarán con paletas de colores para llenar de luz los
lienzos de vidas apagadas, que habré de encender con un simple pestañeo.
Los más audaces, empapados de palabras, escribirán nuevos versos
que forjarán historias inmortales, algunas con mi nombre tatuado.
Y los rezagados de siempre, ausentes, dejarán volar los sueños,
que saltarán por la ventana hasta el patio del colegio. Allí me esperarán para
pintarlos de rosa en un descuido.
Y cuando, al fin, este prodigioso lugar lance al mundo doctores,
artistas y genios, yo estaré esperando mejores expectativas de futuro.
Explotaré mis recursos para ponerlos a todos ellos a mi servicio.
De mayor, la chica que veis sentada al fondo será una mujer fatal.