Raimundo
maldijo su estampa, tras haber revisado por enésima vez la contabilidad del
mes. Las cuentas no cuadraban, ni cuadrarían, por mucho que intentara aguantar
el tirón. Desde que abrieron la autovía, los negocios de la carretera general
que pasaba por mitad de la sierra iban cuesta abajo y sin frenos. Aquella zona
se había quedado completamente muerta. Ni los camioneros paraban ya a pernoctar
en su pequeño hotel.
Había
llegado el momento de coger el toro por los cuernos. Avisó a un electricista
para que le instalara un llamativo alumbrado de bombillas de colores alrededor
de la fachada, y se fue a buscar a las guarrillas de los pueblos colindantes,
seguro de que aceptarían gustosas una buena oferta de empleo. Era un hombre
emprendedor, y sabía que debía reinventarse.
Cuando
la noche del estreno escuchó el ruido del tractor del viejo Antonio aparcando
en la puerta, pensó que aún existía la posibilidad de reflotar el
negocio.