Un haz de luna
atraviesa mi costado y dobla mis piernas. El dolor de una contracción me
quiebra el paso, pero las ancianas acuden prestas a sujetarme. Atravesamos el
claro y entramos en la Casa Sagrada. El fulgor de la lumbre transforma el
interior, y las mujeres trajinan alrededor del caldero. Me esperaban.
Las ventanas abiertas
permiten que entren las ramas de los álamos, y las hojas plateadas vuelan por
la estancia para morir en el fuego. Otra punzada en el vientre me deja de
rodillas. Ha llegado la hora. Sobre un cálido lecho, mis pensamientos ceden al
canto hipnótico de las hechiceras, que me hacen beber una poción amarga.
Mi cuerpo absorbe los
sonidos del exterior y se aleja de allí. Escucho el crujido de la nieve en el
deshielo y el soplo gélido de los vientos del solsticio. Vuelvo a esta
habitación, donde meses atrás, bajo la atenta mirada de las brujas, entregaba
mi naturaleza virginal cabalgando sobre el varón elegido. Su simiente sería
nuestra perpetuidad, y su sangre el sacrificio. El goce de aquel instante se
transforma en los gemidos de un desgarro.
Voy a morir; no puede
existir agonía semejante. Bramo por un conjuro que ellas me niegan. Conozco el
ritual; me preparé para este momento, pero ignoraba la dureza con la que
Madre Tierra exige el pago de sus favores. Cierro los ojos e invoco a
Yule. Las voces de las congregadas apenas son ahora un murmullo, y las sombras
que proyecta la hoguera se retraen para coger impulso. Debo empujar.
El hielo de las
cornisas se derrite como la cera sobre los candiles y, mientras el invierno
muere con los segundos, la vida se abre paso con el primer rayo de luz. Es una
niña. La protegida del Rey Sol.
Seleccionado y publicado en el I Certamen de Microrrelatos Solsticio de Invierno, de “El diván del
escritor”.