Cuando la enfermedad del abuelo alcanzó
a sus recuerdos, mis padres decidieron traerlo a Madrid; pero no mejoró. Había
sido capitán de barco, y aún tenía el azul del mar impregnando el iris de sus
ojos. Hace unos años apenas, yo solía sentarme a sus pies para jugar con su
vieja brújula, mientras él observaba, impasible, el enorme árbol de nuestro
jardín.
Los días nubosos, su mirada se perdía
en medio de una tormenta que nadie más podía ver. En casa decían que, cuando la
vejez lo separó de las olas, un arrecife de coral creció alrededor de su mente,
y su memoria desapareció para nunca regresar. Añoraban el genio bravío y el
buen humor que imperaba durante el tiempo que permanecía junto a ellos cuando
vivían en la costa.
Había sido un buen padre, pero su
felicidad siempre estuvo en la promesa fiel que le había hecho a las mareas. La
abuela nunca se molestó con ello y, cuando falleció, él la convirtió en su
estrella polar, y seguía saliendo del puerto cada día para compartir con ella
su mayor pasión.
Aquel otoño el abuelo se apagaba. Sin
encontrar remedio a su aislamiento, mi familia pensó que estaría bien viajar
unos días, todos juntos, a la playa. Aunque nadie decía nada, algo dentro de
nosotros nos hacía presentir que aquello era una especie de despedida. La
esperanza de ver un atisbo de lucidez en su rostro se había desvanecido hacía
tiempo, pero mamá pensó que acercarlo a la costa serenaría su espíritu
silencioso.
El hotel donde nos alojamos esos días
se situaba frente al mar; desde que el abuelo se vino a vivir con nosotros, no
habíamos vuelto a ir de vacaciones a la Costa Blanca. En aquel tiempo era el
verano con su luz el que nos daba la bienvenida. Resultaba extraño estar allí,
frente a aquel enorme ventanal de la habitación, contemplando unas aguas tan
grises como las nubes que las cubrían.
Fue en ese instante en el que una
inesperada ráfaga de aire del litoral levantó las cortinas, cuando el anciano a
quien tanto quería pronunció las primeras palabras en años.
—¡Páseme el catalejo, marinero! ¡Se
avecina tormenta por babor!
Nos miramos perplejos unos segundos,
para después entender lo que estaba sucediendo. La vida volvió a recorrer sus
venas y le dio brillo a sus ojos. Buscó a mamá con la mirada, y ella se acercó
emocionada. La llamó por su nombre y, cogiendo su mano, le besó la palma
rozando su piel con aquella barba de Neptuno.
Ella lo abrazó con cariño, y se quedó
unos minutos junto a él observando el ir y venir de las olas.
—Volveremos —le susurró al oído.
Ganador
del I Concurso de Microrrelatos 40 Aniversario Hotel Meridional.
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