Cuando llegamos a casa del abuelo, lo encontramos ojeando sus libros de ciencia. Papá le mostró entusiasmado la bombilla en la que llevaba tanto tiempo trabajando. Una maravilla que jamás agotaría su capacidad de dar luz. Con veneración, la colocaron en la lámpara y la encendieron. Ambos ingenieros sonreían.
En el exterior, un rayo atravesó la tormenta provocando un apagón. El abuelo prendió entonces una vela y nos quedamos en silencio, contemplando cómo se iba consumiendo. Aquel día descubrí que la naturaleza, a veces, necesita poner al ser humano en su sitio. «Puro equilibrio», como solían decir ellos.