Galileo permanece concentrado mientras observa
las estrellas. Su corazón se acelera con cada descubrimiento, y siente que el
universo entero se despliega ante sus ojos. La fe del mundo tiembla con sus
verdades, esas que los incrédulos tornan en pecado. Mas él sonríe bajo la
cúpula abovedada, pues su desafío, lejos de alcanzar a Dios, tiene nombre de
mujer. Solo Marina le hace viajar a años luz de este planeta.
Cuando
aparta la mirada del telescopio, dibuja con su dedo constelaciones sobre su
piel, y se adentra en una ruta estelar que empapa todos sus anhelos. Ella
provoca la desbordante curiosidad del maestro y le muestra el lugar exacto donde
duerme Venus, un lugar inexplorado en el que sus teorías se vuelven éxtasis para
los sentidos. En un arranque malicioso, le pide al astrónomo que le regale la
luna como prueba de amor. No hay más filosofía de vida para él que cumplir los
deseos de su amante. Y al calor de una noche de junio, embriagados de
solsticio, la lleva hasta la laguna. Allí la invita a sumergirse en el plateado
reflejo de su otra obsesión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario