Mi
madre heredó del abuelo una caracola dibujada en la piel. Quiso el mar sellar
en su hombro las caricias que un infante de la Marina regaló a una muchacha cartagenera
una tarde de primavera. La banda del Tercer Regimiento lanzaba al vuelo los
Suspiros del maestro Álvarez en la Plaza de San Sebastián y, ya roto el paso
marcial, el joven corneta perdió el rumbo tras las faldas de aquella chica.
Cuando el deber destinó al marino hacia otros puertos, quedó atrás el secreto
de una mujer encinta, junto a un beso sin retorno. Se llenaron los días de
cartas que ella entregaba esperanzada al Mediterráneo y, en el camino de
vuelta, susurraba una oración bajo el farol que alumbraba a la Soledad. Y, como
de esperas se tejen los milagros, él regresó.
El
abuelo nunca imaginó que el beso dormido que ella dejó en sus labios lo
devolvería como un tesoro sobre la frente de mi madre.
Dicen
que ese día echó amarras y aprendió a navegar en tierra firme. Y, cuando la
nostalgia de sal lo invadía, abrazaba a su hija para escuchar, en la marca de su
piel, el sonido de las olas.
Relato
finalista del IV Concurso de Microrrelatos ELACT "Lola Fernández
Moreno".
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