La
reina envolvió el cáliz de ónice con un paño de lino, lo escondió en su regazo
y salió del monasterio de La Caridad acompañada del abad. El gran número de
peregrinos que se había congregado para salir desde Ciudad Rodrigo en
dirección a Gallegos de Argañán les permitió pasar desapercibidos. La Corona
había llevado a cabo la construcción de nuevos puentes que facilitaban el
camino por Portugal a los cada vez más numerosos devotos de la comarca. Cuando
se hubieron alejado lo suficiente, se detuvieron para recuperar el aliento y
comprobar que nadie les seguía. Ella sabía que el silencio del obispo, que
conocía su presencia de incógnito en aquella ciudad tan alejada de León, habría
de costarle el señorío de alguna aldea. Pero era un precio que estaba dispuesta
a pagar.
Había
dado instrucciones precisas al mensajero sobre el punto de encuentro y comprobó
que todo iba según lo previsto, cuando el sonido de unos cascos anunció la
llegada del jinete. El caballero que esperaban descendió de su montura y clavó
la rodilla en tierra, postrándose ante ella.
―Majestad
―saludó, inclinando la cabeza―, sabed que acudo con presteza a vuestra llamada,
como fiel vasallo. Podéis disponer de mi espada y de mi escudo para cumplir la
misión que tengáis a bien encomendarme.
La
monarca le hizo un gesto con la mano para que se pusiera en pie y miró de
soslayo el blasón que portaba en el pecho: un dragón bicéfalo con los ojos
definidos por cuatro rubíes, con enormes alas extendidas. Aquel símbolo era el
fiel reflejo de la naturaleza valerosa y decidida del hombre que tenía frente a
sí. No había sido ella quien lo había elegido para aquella secreta tarea, sino
el viejo fraile que la acompañaba. El religioso había insistido en que la
custodia de la sagrada reliquia debía estar en manos de aquel hombre. Había
razones para ello que le habían sido reveladas en los viejos pergaminos del
monasterio mostratense, y en aquel momento era de vital importancia respetar
las advertencias contenidas en las ancestrales escrituras por el bien del reino.
El anciano percibió el intercambio de miradas que la reina y el caballero
cruzaron durante un breve instante, y constató que la complicidad entre ambos
se había forjado mucho antes de aquel encuentro.
Ella
dejó a la vista el cáliz, y advirtió al caballero del grave peligro que suponía
la presencia en la ciudad de aquel regalo llegado de Egipto. Si alguien
descubría que el Santo Grial estaba bajo su custodia, su posesión se
convertiría en objeto de deseo de cuantos ansiaban conquistar el mundo. Era un
arma demasiado poderosa y debía hallarse fuera del territorio cuanto antes.
―Pelayo,
debéis salir con prontitud portando este tesoro ―pidió la reina―. La
estabilidad de mi gobierno depende de que vuestra misión llegue a término y
consigáis poner a buen recaudo esta valiosa pieza. Confío en vos para que
logréis este cometido. Nunca hasta ahora la integridad de nuestra patria recayó
en las manos de un soldado―. Guardó silencio durante un instante. ―El abad se
ha reservado, muy a mi pesar, participarme de los riesgos que este viaje os
supondrá, mas estoy segura de que regresaréis sano y salvo―. Lo miró con
preocupación. ―Ahora debéis partir sin demora.
Pelayo
asintió con una leve inclinación de cabeza, y recibió los detalles de su
destino por boca del adusto monje.
Antes
de que el primer rayo de sol asomara tras el horizonte, el caballero montó
sobre su cabalgadura, y salió al galope dejando atrás aquellas tierras. Debía
alejarse de allí y alcanzar el punto señalado en el camino hacia Campo de
Argañán antes del anochecer. La reina observó la figura del joven mientras se
alejaba, y no hizo ademán de regresar hasta que hubo desaparecido de su vista.
—¿Estáis
convencido de que hemos procedido con acierto? ―preguntó ella.
—Mi
señora —respondió el monje con firmeza—, vos sabéis, igual que yo, que no
podemos permitir que ese tesoro continúe aquí. Las consecuencias pueden ser
terribles; por eso es necesario que permanezca escondido hasta que llegue el
momento de traerlo de vuelta en condiciones seguras. Y sin duda ―continuó―,
hemos atinado en la elección del caballero. Solo alguien con el corazón puro
podrá vencer cualquier tentación.
—¿A
qué os referís? —preguntó la reina, con curiosidad.
―La
vida y la muerte están demasiado cerca la una de la otra cuando se trata de
desafiar a la inmortalidad, Majestad.
El
jinete galopó a través de la llanura, entre suaves colinas aisladas, antes de
adentrarse en un bosque en la ribera de Azaba. Lejos de sentirse arropado por
el verde follaje, una espesa niebla hizo que se le erizase la piel. Una
atmósfera densa y antinatural puso en alerta todos sus sentidos. Echó mano
instintivamente a la empuñadura de su espada. Algo estaba al acecho, podía
percibirlo. A medida que sus ojos se iban adaptando a la oscuridad que cubría
la arboleda, empezó a visualizar la silueta que se acercaba de frente. La forma
de una mujer que se deslizaba sobre el suelo hizo que intuyera de quién se
trataba; conocía a la joven hechicera. No era la primera vez que se cruzaban en
el camino, pero anteriormente ninguno de los dos había tenido intereses
comunes, y se habían respetado.