Dicen
que camina silenciosa por senderos de tierra, que sube calles empedradas y baja
avenidas de asfalto, y que sobre la piel lleva tatuados los mapas de mil
paisajes recorridos. Nadie sabe de dónde partió ni hacia qué lugar se dirige,
pero jamás se detiene.
Los
niños juegan al borde de un camino que ella dibuja con sus pies y se aventuran
tras su rastro, como ratoncillos bajo el encantamiento de una flauta. Solo las
mujeres, con su instinto maternal, acuden prestas al rescate y le ruegan que
marche pronto.
No
conoce la soledad. Siempre encuentra algún joven temerario que decide tomar su
mano en las rutas más escarpadas. Pero es ella quien escoge a quien dormirá al
abrigo de su cuerpo cuando llega el ocaso.
Hoy,
cuando las agujas del reloj marcaban la hora más oscura, vimos su sombra cruzar
la plaza del pueblo. Entonces supimos que padre nos dejaría esa noche para
emprender, de su mano, un último viaje.
No sólo es una preciosa metáfora, sino que además está escrita de manera sobrenatural.
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