Desde
el portal, Manuela observa la fachada de la nueva biblioteca. El noble
edificio, ahora restaurado, parece dispuesto a recuperar ese aire señorial que
había quedado impreso en sus recuerdos infantiles. Aquel espacio lleno de
libros prestados acompañó su vida hasta su cierre definitivo. La tristeza que
le ocasionó tal despropósito fue compensada con las inquietudes de un profesor
de literatura que se cruzó en su camino, y al que amó hasta el final. Miguel
inundó el hogar de maravillosos ejemplares; unos heredados y otros adquiridos
en antiguas librerías durante los viajes que hicieron.
Manuela
mira la tarjeta. Aunque le ilusiona acudir a la reinauguración, siente un hondo
pesar. Cualquier libro le recordará a esos otros que empeñó para poder sostener
sus rutinas más sencillas. Especialmente, el manuscrito de pergamino
encuadernado en piel que tanto apreciaba su esposo. No necesitaba el importe
que le habían dado por el valioso tomo, pero hubiera sido imposible entregarlo
a pedazos. Esperaba que él ya la hubiese perdonado. Ahora, buscaba
reconciliarse consigo misma.
El
corazón se le encoge, una vez más, convencida de que jamás volverá a tenerlo en
sus manos. De nuevo lee las escuetas líneas de la nota, y le agrada comprobar
que se han tomado la molestia de poner su nombre en ella. Le sorprende el
titánico esfuerzo que ha debido hacer la fundación para incluir en la
invitación a cada vecino. Ignora que aquella misiva solo es para ella.
Lo
descubre cuando consigue que la curiosidad supere a sus sombras y entra en el
edificio.
―Bienvenida,
señora ―saluda un miembro del comité de bienvenida entre el bullicio―. Gracias por
haber venido. Pensamos que a la anterior propietaria de este tesoro le gustaría
saber que hemos querido darle el mejor destino.
En
el vestíbulo principal, en una vitrina dispuesta sobre un pie de mármol,
duermen las páginas de un manuscrito muy especial.
Manuela
no puede dejar de temblar de emoción.