A sabiendas de que nadie me observa, ensayo mi cara de domingo frente al espejo. Los arcos de mis cejas dibujan dos paréntesis en retirada; no consiguen aclarar esta mirada perdida. La culpa es de la fugaz imagen de tu beso al despertar, que se ha quedado prendida bajo mis párpados. Con un leve pestañeo cae en el lavabo y es arrastrada por un chorro de agua fría. Por un momento he recordado la sed que me provoca tu cercanía, y mis mejillas se han arrebolado.
Con
la vista puesta en mi rostro, busco el fino hilo que borda las comisuras de mis
labios y, suavemente, tiro de él hasta encontrar el equilibrio de una sonrisa
perfecta; la anudo fuerte a nuestros días de sofá y manta, a los paseos por la
playa, a las rutinas de hogar y sábanas empapadas. Estrenando
la primera sonrisa del día, me giro despacio sobre mis talones para mostrarle
al mundo mi feliz semblante.
Pero
entonces recuerdo que me dejaste hace dos días, y la daga afilada de tu
abandono descose con brusquedad los hilvanes. Y de nuevo aparece esa oscura
mueca de infinita tristeza que me desbarata la estudiada pose.
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