Existe
una isla en el Pacífico donde, cada atardecer, el sol derrite su esfera dorada
al adentrarse en el mar azul, y en la mezcla de sus fluidos se abre un prado de
hierba fresca que llega hasta la orilla. Cuentan que la tripulación de las
naves que fondean en sus aguas camina como hechizada sobre esta alfombra y se
adentra en el interior de una selva aún más verde y blanda a las pisadas. En el
sendero, los helechos se enredan en sus piernas y los hacen avanzar hacia el
mismo corazón de la ínsula. Allí les aguardan hermosas criaturas con cuerpo de
mujer y húmeda piel de musgo, y el deseo de oro muere para despertar una sed
primitiva y carnal.
Ningún
hombre regresó del embrujo esmeralda de sus miradas, salvo el náufrago que
hallaron a la deriva y que relató esta historia. El castigo de sus ojos para
distinguir los colores no le permitió contemplar la intensidad de aquel
tornasol, y la vegetación lo devolvió, incólume, a la playa. Anhelando sentir
el éxtasis que otros probaron, recorre desde entonces sin fortuna los puertos
en busca de una embarcación que lo lleve allí de nuevo.
Seleccionado
para la Antología 2019 del Concurso de Relatos Cortos de «Esta Noche Te Cuento».
Bellísimo.
ResponderEliminarLeerte estas historias es casi hipnótico, María. Escribes de maravilla, y levantas los pies del suelo a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Me alegro de poder distinguir el verde. ¡Por lo que pueda pasar! Jeje
ResponderEliminarProsa verde para una mañana gris. ¡Tú sí que sabes!
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