Mi
abuelo, Don Enrique como solían llamarlo en el pueblo que le vio nacer, dejó
atrás Aracena acompañado de su esposa, para abrir una librería en Madrid.
Cuentan
que a mi abuela Soledad la consumía la nostalgia de su tierra, y él, no
sabiendo cómo consolar su pesar, mandó trasladar una encina desde la antigua
finca hasta el patio del nuevo domicilio, junto con un gorrino que comía las
bellotas que de aquella caían. Mas tan titánico trasplante no bastó, pues en
las tardes de lectura ella seguía regando con lágrimas de añoranza las raíces
del árbol con cuyos frutos engordaba el cerdo.
Quiso
mi abuelo, cuando llegó San Martín, agasajar a los amigos con los torreznos
provenientes del animal. Dicen que las intensas emociones que aderezaron este
manjar, aliñado de llanto y versos, le confirieron un peculiar sabor, y que
todo el que lo probaba se veía embargado por una inmensa tristeza y abandonaba
emocionado la casa familiar. Desde aquel momento ese lugar se convirtió en un
templo de nostalgias y del buen yantar, y tal efecto aún perdura, a lo largo de
los años, en la pluma y en el recetario de las mujeres de nuestro linaje.
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