Regresaba
siempre a casa acompañada de su dueño. Después de todo un día de trabajo, se
arrellanaba junto al hogar para buscar descanso. Él le acariciaba el pelo castaño
y encrespado, y murmuraba: «La existencia es sacrificio».
Juana
miraba la lumbre, tragaba su dolor y soñaba con ser la protagonista de su
propia vida.
Por
eso, aquella noche decidió entregarlo a él en ofrenda mientras dormía. Porque
las mujeres como ella no entendían de metáforas, pero sí de matar a degüello al
cerdo que tocara.
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