Que
mi madre y tía Carmela se odiaban desde hacía años era algo por todos sabido.
Pero, a pesar de su antinatural aversión de hermanas, consintieron en vivir
juntas desde que papá falleció, como si la rabia de la mutua compañía alejara a
una de los pensamientos grises de la soledad, y a la otra del soberano
aburrimiento de la vejez.
Nunca
supimos del origen de su inquina hasta que una tarde de primavera, tras una
larga siesta en el jardín, descubrimos un extraño zumbido proveniente del
impertérrito moño de la tía, donde un enjambre de abejas había decidido montar
su panal, atraído por el agua con azúcar de su arcaico fijador. Los golpes en
su cabeza solo contribuyeron a soliviantar a los insectos, de modo que
únicamente el rápido movimiento de tijeras de mamá consiguió decapitar el
peligro de raíz.
Del
canoso ovillo de pelo escaparon un puñado de bichos, el camafeo perdido con la
foto de mi padre, y un secreto a voces que cobró fuerza en la lengua viperina
de una viuda despechada.
―¡Lo
sabía, maldita perra!
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