Desde mi tierna
infancia, siempre he sido una persona muy despistada. Eso me ha colocado, con
bastante frecuencia, en situaciones cuanto menos incómodas. Cuando era pequeña,
esas incongruencias que acompañaban mi vida, fruto del despiste, apenas tenían
efecto alguno sobre mí.
Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza, fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal.
—Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
Sin embargo, mi primer recuerdo de una metedura de pata, en la que pasé vergüenza, fue en un concurso de redacciones del colegio, con mis catorce años cumplidos. Me ofrecí voluntaria para leer mi obra y expuse un auténtico encuentro en tercera fase, con marcianos y todo, para el tema: “Encuentro entre dos mundos”. Cuando vi a mis compañeros mondarse de risa y a la señorita con cara de interrogación, supe que algo andaba mal.
—Exactamente ¿en qué parte de esta historia aparece Cristóbal Colón? —me preguntó ella.
No lo
comprendí hasta descubrir que el título completo de la redacción era: “1492, el
encuentro entre dos mundos”. Eso fue solo el principio de infinitas situaciones
ridículas.
En otra
ocasión, comprando en el supermercado, me confundí con la cesta de la compra de
otra señora; supongo que eso es habitual que ocurra, lo malo es que yo lo pasé
todo por caja y lo pagué. No me di cuenta hasta fijarme en que llevaba latas de
comida para perros. Básicamente, porque nunca he tenido animales en casa. La
cajera y los de la cola debieron pensar que era una chalada, cuando intenté
rectificar.
Creo que fue
peor lo que pasó en la reunión de antiguas alumnas del colegio. Me acerqué a un
grupo para saludar a una compañera con una preciosa barriga redondeada, que no
dudé en palpar para darle la enhorabuena, preguntándole de cuántos meses
estaba. A lo que ella respondió:
—No estoy
embarazada. Ya tengo una niña, y me basta y me sobra —dijo, haciendo ademán de
sacar una foto de la criatura.
Yo, para
arreglarlo un poco, le quitaba hierro al asunto diciendo que era normal que,
después de parir, costara un poco recuperarse, pero que luego todo volvía a su
sitio. Tuve que callarme cuando me enseñó la foto de una niña de unos tres
años.
Pero lo
peor de lo peor sucedió ayer, cuando asistí a un rastrillo benéfico, en el
Palacio de Congresos. Allí estaba la flor y nata de la ciudad y era la primera
vez, en meses, que acudía sin el chiquitín a alguna parte. Mi marido se había
quedado con el niño y me había dado la tarde libre. Iba como las tontas. Pero
¡ay!, el despiste y la falta de costumbre hicieron que, sin saber cómo, saliera
de aquel lugar empujando un carrito de bebé. Obviamente el carrito no era el
mío. Ni el bebé que iba dentro, tampoco. Tremendo error que tuve que explicar
en comisaría al policía que me detuvo en la puerta.
Creo que
mañana salgo en la tele.
Hola te felicito por tu blog, me ha gustado mucho este relato y me ha hecho reir porque me he sentido identificada contigo pues yo también soy muy despistada. He puesto en mi blog un enlace al tuyo.
ResponderEliminarUn saludo.
P.D. Blogger no me deja poner mi enlace de wordpress, pero en mi blog encontrarás el enlace al de mis escritos si quieres visitarlo.