domingo, 2 de enero de 2011

Vacía

En el sexto desafío de esta historia californiana,  el objetivo es mostrar algún lado negativo de este Estado y asociarlo a los sentimientos de la protagonista. Los Ángeles es la ciudad elegida.



Susan volvió a guardar su móvil en el bolso y se quedó sentada esperando en el interior del coche. Podía ver sus ojos en el espejo retrovisor, pero apenas prestaba atención a su reflejo. Sus pensamientos estaban perdidos en unas palabras que siempre volvían a ella en momentos como aquel. El hombre que las había pronunciado había marcado un antes y después en su vida, y había abierto ante ella las puertas de un mundo que ambicionaba con toda su alma.

Recordaba a la perfección aquel despacho lleno de libros, donde había acudido llena de esperanza.
―En la vida todo tiene un precio ―El decano Muller parecía sopesar sus posibilidades mientras observaba a la decidida chica que tenía frente a él―. Solo hay que saber qué estás dispuesto a entregar para conseguir lo que deseas. En realidad, no importa si el camino que tomas para conseguirlo es lícito o no. Se trata de un intercambio de intereses. Querida Susan ―dijo, cogiéndole la mano de manera poco apropiada―, estás en Los Ángeles. En este Estado puedes conseguir todo lo que quieras, si eres mayor de edad y tienes lo que otros desean poseer.

Susan sintió un hormigueo que la recorrió de pies a cabeza. No tenía ningún miedo. En realidad se sintió poderosa. Acababa de descubrir una nueva arma con la que negociar.
 El hombre de hombros anchos y pelo canoso parecía no andarse con rodeos.
―Quizás, si tienes algo que ofrecer, puedas obtener algún tipo de beneficio inesperado.

Y lo había conseguido. Había logrado mantener su beca de estudios en una Universidad diferente a la que tenía pensado en un principio. Dejar el pueblo y llegar hasta aquella enorme ciudad la habían hecho sentir débil y perdida, pero con aquel encuentro había tomado conciencia de cuáles eran sus posibilidades. Había pagado un precio, pero no le había parecido excesivamente caro; al fin y al cabo había alcanzado su objetivo. No dudaba de que su físico, unido a su justificada ambición, la habían hecho merecedora de aquella plaza en la universidad. Su coeficiente intelectual había hecho el resto durante los años siguientes. Ahora era una arquitecta de éxito, y no había tenido que volver a explotar ninguno de sus recursos para llegar a donde estaba. Hasta hoy.


Un vehículo amarillo apareció al principio de la calle y paró frente a un bloque de pisos de color indefinido. Susan miró su reloj. Aquel taxi apenas había tardado diez minutos en llegar después de su llamada. Salió del coche, aparcado a pocos metros de distancia, y se dirigió a paso ligero hacia su nuevo medio de transporte.
―Al 245 de Bel-Air, por favor.
El taxista no pareció entender.
―¿Dijo Bel-Air?
―Eso dije ―contestó,  fulminándolo con la mirada.

Susan miró por la ventana, y pensó que tal vez no había sido buena idea salir desde allí. En realidad había otros sitios donde podía haber dejado su coche, pero necesitaba que fuera aquel lugar el que le diera el último empujón. El recuerdo de aquella luz encendida del segundo piso, en aquel sucio edificio al sur de la ciudad, había sido suficiente para decidir acudir a su cita en Bel-Air.

En aquel lugar estaba encerrado su pasado más cercano. Había llegado con su madre a aquella casa esperando un destino diferente para ellas, pero sabía que ninguna escaparía de las frustraciones de sus respectivas vidas. Siempre había sentido la profunda indignación de no merecerse aquella suerte. Finalmente había logrado salir de aquel agujero. De alguna manera aquella mujer era la responsable de haberla arrastrado hasta allí, y nunca tuvo cabida en su nueva vida. No encajaba, ni encajaría nunca. Los quince años que habían pasado desde que viera el rostro de su madre por última vez habían transcurrido como un relámpago. Ver pasar su antigua vida frente a ella alejó cualquier duda sobre la decisión que había tomado.

Cuando el taxi dejó atrás las peligrosas calles de aquel barrio de bandas callejeras, Susan se sintió más relajada. Sus pensamientos se paseaban por encima de las luces del centro de la ciudad en dirección al oeste.

Le gustaba trabajar en Los Ángeles, el estudio de arquitectura le hacía sentirse realizada. Le encantaba sumergirse en proyectos innovadores y creativos que le habían dado un nombre y una reputación en la sociedad californiana. Pero el esfuerzo de aquellos cuatro años de trabajo no tenían un fin únicamente laboral. Su mayor motivación durante ese tiempo había sido su socio y mentor, Matthew Petterson.

Probablemente aquel hombre ignoraba hasta qué punto la vida de Susan giraba en torno a él. Desde que había decidido elegirla a ella para ayudarle a llevar su negocio, le había entregado todo su tiempo. Al principio había intentado acercarse a él usando todos sus encantos femeninos, pero él no parecía sentirse atraído por ella; sin embargo, sí parecía quedar fascinado con sus ideas y su capacidad para crear. De esa manera Susan supo cómo acercarse a él, casi al mismo tiempo que Matt había decidido hacerla socia de su pequeña empresa. Aquello había sido un puente hacia lo que ella ansiaba por encima de todo: conseguir que él cayera rendido a sus pies. Hay quien conquista al ser amado por el estómago; ella lo haría por sus logros profesionales. Conseguir su admiración solo era un pequeño paso para llegar hasta su corazón. Era cuestión de tiempo que él supiera cuánto la necesitaba.

El taxi subió la colina y se adentró en una avenida bordeada de palmeras, que no dejaban ver más allá de las altas verjas que anunciaban las enormes mansiones ocultas tras ellas. Bel-Air era el destino más solicitado para los abogados, actores y empresarios más adinerados del país. Allí tenían su residencia y su mundo particular. Un lugar lleno de secretos y pequeñas perversiones que quedaban guardadas de puertas para dentro. Susan se preguntaba qué papel le tocaría representar en aquel círculo tan selecto y poderoso.

El vehículo dobló a la derecha en la última calle, y se paró frente a una cancela de hierro, cuyo metal brillaba intensamente bajo las luces delanteras. Susan pagó al taxista y se dirigió hacia el portero automático. Se quedó dudando unos segundos, pero, antes de que pudiera pulsar el botón de llamada, las puertas comenzaron a abrirse, mostrando ante ella el camino de acceso a una enorme casa blanca de estilo colonial.

Susan se dirígía con pasos seguros hacia la entrada principal, mientras recordaba la última vez que había estado en aquel lugar. Apenas habían pasado dos semanas. En aquella ocasión había acudido allí acompañando a Matt en calidad de socia. Se trataba de una reunión de negocios. El poderoso magnate del petróleo Said Fersheb, dueño de una productora de cine en Hollywood, había decidido montar un casino en las afueras y buscaba un proyecto atractivo para agrandar su pequeño imperio. Aquello era una oportunidad de oro para dar un nuevo impulso a la carrera de los dos arquitectos. Ambos sabían que aquel era un hueso duro de roer. Esa entrevista era tan solo una de las muchas que el empresario había concedido a otros estudios que ofertaban otras ideas para su negocio.

Cuando salieron por la puerta, ninguno de los dos tenía claro si iban a lograr su propósito. De lo único que ambos se habían dado cuenta era de que el magnate no había perdido ni un segundo de vista a Susan.
―¿Qué te parece, Matt? ¿Crees que tenemos alguna posibilidad?
A juzgar por su expresión, él no parecía tenerlo demasiado claro.
―No lo sé, Susan ―dijo, encogiéndose de hombros―. Nuestras ideas son buenas de verdad, pero no he conseguido conectar demasiado con este tipo. La gente que maneja estas fortunas y no sabe en qué invertir, está más en el objetivo de deslumbrar a todo el que llega hasta él, que en trabajar, o ―dijo, parándose en seco―… en escuchar a los que quieren trabajar para él. ―Entonces se volvió hacia ella, sonriendo―. De hecho, creo que hubiera sido mejor idea que hubieras venido tú sola, teniendo en cuenta que parecía mucho más interesado en escucharte a ti. No te ha quitado los ojos de encima.

Susan sintió un regusto especial al saber que él se había dado cuenta de ese detalle. Ciertamente, aquel joven árabe no había sido nada disimulado en su comportamiento durante la reunión. En su fuero interno ella no había podido evitar disfrutar con aquella situación, y había entrado de lleno en el juego de las miradas intencionadas.
―¿No te habrás puesto celoso, verdad? ―dijo ella con una carcajada de falsa inocencia.
―No es eso ―dijo él, poniéndose serio―, pero no me gusta cuando un hombre manifiesta sus intenciones de una manera tan descarada en público. Sobre todo, si mira a mi querida Susan como si fuera una mercancía. Aunque debo reconocer ―continuó, enarcando una ceja y con una sonrisa maliciosa― que las mujeres sabéis explotar mucho mejor ese tirón erótico para los negocios.

Susan pensó que aquel era un momento tan bueno como cualquier otro para tantearlo, y con total premeditación lo besó en los labios. Él la miró con sorpresa, bastante descolocado.
―Susan, no creo que…
―No digas nada ―le pidió ella, poniendo los dedos sobre su boca―. Ven a casa conmigo. Me muero de ganas de estar contigo.
Aquella madrugada Susan descubrió que él permanecía despierto tumbado junto a ella en silencio.
―¿En qué piensas, Matt? ―Deseó con todas sus fuerzas que no estuviera lamentando estar allí en aquel momento.
―El proyecto del casino me tiene desvelado ―contestó, para tranquilidad de ella―. Si este plan saliera adelante, sería el impulso que necesitamos para el estudio de arquitectura. ―Él permanecía con la mirada perdida hacia el techo―. Debo pensar en algo que haga que este Said decida que somos la mejor opción.

Ella se levantó de la cama y se dirigió hacia el baño. Durante unos minutos permaneció contemplando su rostro frente al espejo. En aquel momento tenía metido en su cama al hombre al que deseaba para sí más que a nada. Ahora solo le quedaba conseguir que él la dejara entrar en su mundo. Tal vez si conseguía que les dieran aquel proyecto… Él le estaría tan agradecido… Quizás entonces…
Susan llegó hasta las escaleras de la puerta principal. Sacó un pequeño espejo del bolso y se retocó los labios. Después desabrochó uno de los botones de su blusa y soltó el pasador que le recogía el pelo, dejando que su espesa melena rubia se acomodara sobre sus hombros. Un familiar cosquilleo le recorrió la espalda.
―Todo tiene un precio ―se dijo para sí en un susurro.

Después de aquella noche, las cosas serían diferentes. Tendría algo que ofrecerle a Matt. Se daría cuenta de que con ella podría alcanzar todas sus metas y ya no se separarían. Se sintió respaldada por el silencio de la noche, y por el pulso de una ciudad que conocía todos los secretos de quienes se movían y respiraban aquel aire de ambición.


La puerta de la entrada se abrió, y Susan pasó a su interior. Después de todo, él nunca lo sabría…

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