En el sexto desafío de esta
historia californiana, el objetivo es
mostrar algún lado negativo de este Estado y asociarlo a los sentimientos de la
protagonista. Los Ángeles es la ciudad elegida.
Susan volvió a guardar
su móvil en el bolso y se quedó sentada esperando en el interior del coche.
Podía ver sus ojos en el espejo retrovisor, pero apenas prestaba atención a su
reflejo. Sus pensamientos estaban perdidos en unas palabras que siempre volvían
a ella en momentos como aquel. El hombre que las había pronunciado había
marcado un antes y después en su vida, y había abierto ante ella las puertas de
un mundo que ambicionaba con toda su alma.
Recordaba a la
perfección aquel despacho lleno de libros, donde había acudido llena de
esperanza.
―En la vida todo tiene
un precio ―El decano Muller parecía sopesar sus posibilidades mientras
observaba a la decidida chica que tenía frente a él―. Solo hay que saber qué
estás dispuesto a entregar para conseguir lo que deseas. En realidad, no
importa si el camino que tomas para conseguirlo es lícito o no. Se trata de un
intercambio de intereses. Querida Susan ―dijo, cogiéndole la mano de manera
poco apropiada―, estás en Los Ángeles. En este Estado puedes conseguir todo lo
que quieras, si eres mayor de edad y tienes lo que otros desean poseer.
Susan sintió un
hormigueo que la recorrió de pies a cabeza. No tenía ningún miedo. En realidad
se sintió poderosa. Acababa de descubrir una nueva arma con la que negociar.
El hombre de
hombros anchos y pelo canoso parecía no andarse con rodeos.
―Quizás, si tienes
algo que ofrecer, puedas obtener algún tipo de beneficio inesperado.
Y lo había conseguido.
Había logrado mantener su beca de estudios en una Universidad diferente a la
que tenía pensado en un principio. Dejar el pueblo y llegar hasta aquella
enorme ciudad la habían hecho sentir débil y perdida, pero con aquel encuentro
había tomado conciencia de cuáles eran sus posibilidades. Había pagado un
precio, pero no le había parecido excesivamente caro; al fin y al cabo había
alcanzado su objetivo. No dudaba de que su físico, unido a su justificada
ambición, la habían hecho merecedora de aquella plaza en la universidad. Su
coeficiente intelectual había hecho el resto durante los años siguientes. Ahora
era una arquitecta de éxito, y no había tenido que volver a explotar ninguno de
sus recursos para llegar a donde estaba. Hasta hoy.
Un vehículo amarillo
apareció al principio de la calle y paró frente a un bloque de pisos de color
indefinido. Susan miró su reloj. Aquel taxi apenas había tardado diez minutos
en llegar después de su llamada. Salió del coche, aparcado a pocos metros de
distancia, y se dirigió a paso ligero hacia su nuevo medio de transporte.
―Al 245 de Bel-Air,
por favor.
El taxista no pareció
entender.
―¿Dijo Bel-Air?
―Eso dije ―contestó, fulminándolo con la mirada.
Susan miró por la
ventana, y pensó que tal vez no había sido buena idea salir desde allí. En
realidad había otros sitios donde podía haber dejado su coche, pero necesitaba
que fuera aquel lugar el que le diera el último empujón. El recuerdo de aquella
luz encendida del segundo piso, en aquel sucio edificio al sur de la ciudad,
había sido suficiente para decidir acudir a su cita en Bel-Air.
En aquel lugar estaba
encerrado su pasado más cercano. Había llegado con su madre a aquella casa
esperando un destino diferente para ellas, pero sabía que ninguna escaparía de
las frustraciones de sus respectivas vidas. Siempre había sentido la profunda
indignación de no merecerse aquella suerte. Finalmente había logrado salir de
aquel agujero. De alguna manera aquella mujer era la responsable de haberla
arrastrado hasta allí, y nunca tuvo cabida en su nueva vida. No encajaba, ni
encajaría nunca. Los quince años que habían pasado desde que viera el rostro de
su madre por última vez habían transcurrido como un relámpago. Ver pasar su
antigua vida frente a ella alejó cualquier duda sobre la decisión que había
tomado.
Cuando el taxi dejó
atrás las peligrosas calles de aquel barrio de bandas callejeras, Susan se
sintió más relajada. Sus pensamientos se paseaban por encima de las luces del
centro de la ciudad en dirección al oeste.
Le gustaba trabajar en
Los Ángeles, el estudio de arquitectura le hacía sentirse realizada. Le
encantaba sumergirse en proyectos innovadores y creativos que le habían dado un
nombre y una reputación en la sociedad californiana. Pero el esfuerzo de
aquellos cuatro años de trabajo no tenían un fin únicamente laboral. Su mayor
motivación durante ese tiempo había sido su socio y mentor, Matthew Petterson.
Probablemente aquel
hombre ignoraba hasta qué punto la vida de Susan giraba en torno a él. Desde
que había decidido elegirla a ella para ayudarle a llevar su negocio, le había
entregado todo su tiempo. Al principio había intentado acercarse a él usando
todos sus encantos femeninos, pero él no parecía sentirse atraído por ella; sin
embargo, sí parecía quedar fascinado con sus ideas y su capacidad para crear.
De esa manera Susan supo cómo acercarse a él, casi al mismo tiempo que Matt
había decidido hacerla socia de su pequeña empresa. Aquello había sido un
puente hacia lo que ella ansiaba por encima de todo: conseguir que él cayera
rendido a sus pies. Hay quien conquista al ser amado por el estómago; ella lo
haría por sus logros profesionales. Conseguir su admiración solo era un pequeño
paso para llegar hasta su corazón. Era cuestión de tiempo que él supiera cuánto
la necesitaba.
El taxi subió la
colina y se adentró en una avenida bordeada de palmeras, que no dejaban ver más
allá de las altas verjas que anunciaban las enormes mansiones ocultas tras
ellas. Bel-Air era el destino más solicitado para los abogados, actores y
empresarios más adinerados del país. Allí tenían su residencia y su mundo
particular. Un lugar lleno de secretos y pequeñas perversiones que quedaban
guardadas de puertas para dentro. Susan se preguntaba qué papel le tocaría
representar en aquel círculo tan selecto y poderoso.
El vehículo dobló a la
derecha en la última calle, y se paró frente a una cancela de hierro, cuyo
metal brillaba intensamente bajo las luces delanteras. Susan pagó al taxista y
se dirigió hacia el portero automático. Se quedó dudando unos segundos, pero,
antes de que pudiera pulsar el botón de llamada, las puertas comenzaron a abrirse,
mostrando ante ella el camino de acceso a una enorme casa blanca de estilo
colonial.
Susan se dirígía con
pasos seguros hacia la entrada principal, mientras recordaba la última vez que
había estado en aquel lugar. Apenas habían pasado dos semanas. En aquella
ocasión había acudido allí acompañando a Matt en calidad de socia. Se trataba
de una reunión de negocios. El poderoso magnate del petróleo Said Fersheb,
dueño de una productora de cine en Hollywood, había decidido montar un casino
en las afueras y buscaba un proyecto atractivo para agrandar su pequeño
imperio. Aquello era una oportunidad de oro para dar un nuevo impulso a la
carrera de los dos arquitectos. Ambos sabían que aquel era un hueso duro de
roer. Esa entrevista era tan solo una de las muchas que el empresario había
concedido a otros estudios que ofertaban otras ideas para su negocio.
Cuando salieron por la
puerta, ninguno de los dos tenía claro si iban a lograr su propósito. De lo
único que ambos se habían dado cuenta era de que el magnate no había perdido ni
un segundo de vista a Susan.
―¿Qué te parece, Matt?
¿Crees que tenemos alguna posibilidad?
A juzgar por su
expresión, él no parecía tenerlo demasiado claro.
―No lo sé, Susan ―dijo,
encogiéndose de hombros―. Nuestras ideas son buenas de verdad, pero no he
conseguido conectar demasiado con este tipo. La gente que maneja estas fortunas
y no sabe en qué invertir, está más en el objetivo de deslumbrar a todo el que
llega hasta él, que en trabajar, o ―dijo, parándose en seco―… en escuchar a los
que quieren trabajar para él. ―Entonces se volvió hacia ella, sonriendo―. De
hecho, creo que hubiera sido mejor idea que hubieras venido tú sola, teniendo
en cuenta que parecía mucho más interesado en escucharte a ti. No te ha quitado
los ojos de encima.
Susan sintió un
regusto especial al saber que él se había dado cuenta de ese detalle.
Ciertamente, aquel joven árabe no había sido nada disimulado en su
comportamiento durante la reunión. En su fuero interno ella no había podido
evitar disfrutar con aquella situación, y había entrado de lleno en el juego de
las miradas intencionadas.
―¿No te
habrás puesto celoso, verdad? ―dijo ella con una carcajada de falsa
inocencia.
―No es eso ―dijo él,
poniéndose serio―, pero no me gusta cuando un hombre manifiesta sus intenciones
de una manera tan descarada en público. Sobre todo, si mira a mi querida Susan
como si fuera una mercancía. Aunque debo reconocer ―continuó, enarcando una ceja
y con una sonrisa maliciosa― que las mujeres sabéis explotar mucho mejor ese
tirón erótico para los negocios.
Susan pensó que aquel
era un momento tan bueno como cualquier otro para tantearlo, y con total
premeditación lo besó en los labios. Él la miró con sorpresa, bastante
descolocado.
―Susan, no creo que…
―No digas nada ―le
pidió ella, poniendo los dedos sobre su boca―. Ven a casa conmigo. Me muero de
ganas de estar contigo.
Aquella madrugada
Susan descubrió que él permanecía despierto tumbado junto a ella en silencio.
―¿En qué piensas,
Matt? ―Deseó con todas sus fuerzas que no estuviera lamentando estar allí en
aquel momento.
―El proyecto del casino
me tiene desvelado ―contestó, para tranquilidad de ella―. Si este plan saliera
adelante, sería el impulso que necesitamos para el estudio de arquitectura. ―Él
permanecía con la mirada perdida hacia el techo―. Debo pensar en algo que haga
que este Said decida que somos la mejor opción.
Ella se levantó de la
cama y se dirigió hacia el baño. Durante unos minutos permaneció contemplando
su rostro frente al espejo. En aquel momento tenía metido en su cama al hombre al
que deseaba para sí más que a nada. Ahora solo le quedaba conseguir que él la
dejara entrar en su mundo. Tal vez si conseguía que les dieran aquel proyecto…
Él le estaría tan agradecido… Quizás entonces…
Susan llegó hasta las
escaleras de la puerta principal. Sacó un pequeño espejo del bolso y se retocó
los labios. Después desabrochó uno de los botones de su blusa y soltó el
pasador que le recogía el pelo, dejando que su espesa melena rubia se acomodara
sobre sus hombros. Un familiar cosquilleo le recorrió la espalda.
―Todo tiene un precio
―se dijo para sí en un susurro.
Después de aquella
noche, las cosas serían diferentes. Tendría algo que ofrecerle a Matt. Se daría
cuenta de que con ella podría alcanzar todas sus metas y ya no se separarían.
Se sintió respaldada por el silencio de la noche, y por el pulso de una ciudad
que conocía todos los secretos de quienes se movían y respiraban aquel aire de
ambición.
La puerta de la
entrada se abrió, y Susan pasó a su interior. Después de todo, él nunca lo
sabría…
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