Decididamente,
mil novecientos sesenta y tres sería su año. Sobre sus manos temblorosas podía
percibir el calor de la tinta recién impresa. Miraba con deleite la suave
cubierta de cuero y, muy despacio, deslizó sus dedos por las páginas nuevas,
sin apenas reparar en las palabras que se derramaban por su superficie.
Aún
no podía creer que, finalmente, su primera novela hubiera visto la luz. Ahora,
ojos ajenos leerían sus pensamientos y recogerían las emociones vertidas sobre
el papel. Podrían descubrir, a través de los personajes de aquella historia, su
propia alma. Cerró los ojos con fuerza y deseó que, alguna vez, alguno de sus
lectores consiguiera percibir el indomable espíritu que lo llevó a escribir su
libro.
Ensimismado,
no se dio cuenta de que el metro ya había hecho su entrada en la estación. Apenas
unos segundos le bastaron para observar que una chica lo miraba desde el
interior de uno de los vagones. En sus manos sostenía un ejemplar de su novela.
Aquello no era posible. Él acababa de recibir la primera copia recién editada.
¿Cómo podía ella...?
Elena
terminó de leer la última página, y regresó poco a poco a la realidad, mientras
su mirada se perdía en el andén. Apretó el libro contra su pecho, intentando
hacer suya cada una de las emociones vividas con aquella historia. Casi le
dolía tener que devolver aquel libro a la biblioteca. Pensó durante unos
segundos, y al fin se decidió; no bajaría en aquella parada.
Abrió
el libro de nuevo, y escribió su nombre con letra firme. Tal vez se hubiera
sentido menos culpable si no hubiera sentido la mirada atónita de aquel chico a
través del cristal. Demasiado tarde para cambiar de idea. Continuó con la
fecha: dos de septiembre de dos mil trece. El día en que se convirtió en una
ladrona de libros.
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